Por Arturo Jaque Rojas
Reflexionar y concatenar algunas ideas sobre “El Principito”, resulta algo anacrónico o fuera de todo “sentido común” en el Chile de hoy, convertido en el pudridero de la política y sus adláteres, y de la empresa privada y su poder metastásico. Sin embargo, es un paso en falso que yo deseo dar, porque hacia donde doy vuelta la cabeza, hacia donde miro observo el eclipse de la humana condición; y nadie hace nada para evitar o para revertir semejante masacre del espíritu, del corazón; ni hablar de los cuerpos azotados.
Ni profeta ni mesías, ni heraldo de los dioses, si es que alguna vez han existido; sólo un hombre, mortal e imperfecto, con dilacerante conciencia de ello, que quiere que se observe a nuestros niños y niñas; que no se les olvide; que no se les abandone.
El misterio no se cuestiona, ni se rechaza; se acoge y se abraza, dentro, muy dentro, que es la forma de comprenderlo. Un niño adviene como una epifanía, es portador de un mensaje cifrado sólo para quienes no son presa de las cárceles cotidianas; las que se han edificado con el paso de los años y la renuncia a los sueños. Quien está en su mazmorra, y no puede levantar la vista hacia el espacio exterior, no podrá jamás vislumbrar un resplandor lejano.
Nadie puede ni debe darle la espalda o ignorarlo, porque en ello se juega mucho más que un acto de egoísmo; si hubiera un infierno, el único que puede haber es no hacerse cargo de la presencia de un niño, de una niña, con todo lo que demanda a nuestra condición de persona de carne y hueso, que vibra con las emociones; lo que, aunque parezca muy difícil, parte por atenderle, cuidarle y amarle.
Lo que sale de su boca, es un lenguaje lo más cercano posible al de los ángeles, o al de los extraterrestres; o al pequeño o pequeña que fuimos y que dejamos ir para siempre. ¿Paralizado, encerrado tras la razón, sepultado bajo la lógica, aplastado por el sedimento del convencionalismo y la programación, momificado de dolor?
No interroga para clasificar ni para desmenuzar la realidad, sino para iluminarla y cobijarla con sus sombras e imperfecciones; aunque una vez formulada una pregunta, pretender que renuncie a ella es como osar negar los ciclos de la vida: desde el nacimiento hasta el final, y su renacimiento.
Su pregunta es un rayo de luz que atraviesa la costra de lo obvio, lo banal, lo grotesco, así como también nos despeja para lo inesperado y lo súbito; desintegra lo dado por cierto y seguro para intentar ubicar los filones de la verdad, aquélla anterior a la certeza en que nos encastillamos; nos libera de antiguas servidumbres: no más producciones en serie de la fábrica de roles y status, de dogmas, de creencias, de ritos, de consagraciones de lo corrupto; nunca más resguardamos del dosel, del extrañado firmamento- ya no somos cadáveres ambulantes-: nunca más que sea preferible rigidizarnos antes que atreverse a respirar y caminar bajo la inmensidad sideral.
Ante sus ojos, cualquier detalle insignificante para la mente adulta, cerrada a machamartillo y muerta de rutina, cobra importancia radical, ya sea un nuevo amanecer, un cordero o una flor. No abrazarlo es una blasfemia, un sacrilegio, rechazar esa donación, esa merced de riqueza que nos ha sido dada, pero que tenemos entre las manos y debemos cuidar; por lo cual hemos de velar para que dé frutos. Si no es para nosotros… ¡Que importa!
No hay trampa ni marrullería en su ser, que es capaz de darse por completo sin esperar nada como retribución, y más incluso sufrir, sin falsías, ni dobleces, con espontaneidad, aceptando las heridas, la aspereza o el roce de quienes ama.
¿Somos capaces de amar así?… Seguramente los niños y niñas, y algún Principito y Princesita que habitan en algún rincón del infinito, todos pertenecientes a una especie en extinción o ya desparecida.
¿Por qué siente la necesidad de migrar, a través del cosmos, dejando su planeta, su flor, sus puestas de sol, sus volcanes? … ¿Qué arcano hay en la voluntad de este niño-eterno que lo lleva a emprender una travesía por distintos planetas, en los cuales encontrará a seres profundamente tristes, solos, sin esperanza, atrapados en automatismos, en sus prisiones- rey, vanidoso, borracho, hombre de negocios, farolero, geógrafo- impotentes para tomar conciencia de la misma, y así poder abandonarlas hacia la plenitud y la trascendencia? Huelga decir que es una galería que está presente en nuestra sociedad y cultura, en la que cada quien cree tener un trozo definitivo de lo que sea, se aferra a ello y pierde su alma y libertad en tal apuesta absurda.
¿Somos capaces de darnos en el acto de amar y ser amados, como una necesidad integral para superar la a veces tenebrosa, a veces escabrosa soledad, el abismo que escinde al uno del otro, y que podremos dejar atrás cuando hayamos descubierto y soltado el torrente de energía que algunas civilizaciones han llamado de una forma y otras de una manera distinta, desde Tao hasta Atman o Dios? ¿El Principito debía amar a su flor, al zorro para completarse y colmarse como un imperativo o como un acto de generosidad y gratuidad?
¿Hacia dónde corren las personas, con una premura y desesperación, dentro de un vacío que procede de su interioridad y que precede a todo lo que acometen, al extremo que parece que les fuera todo en ello, la vida y la muerte y mucho más: la eternidad; como si tuvieran claridad meridiana de cuál es su punto de partida y cuál su destino?; ¿por qué extraño designio, cual Sísifo de la alborada del siglo XXI, atraviesan calles, caminos, carretas, montañas, ríos, desiertos, mares, océanos, sin parar, sin sentarse, sin tomarse un segundo de descanso, menos para estar presentes?; ¿qué los impulsa a devorar los kilómetros, y a tragarse las distancias?; en el fondo, son como ratas encerradas en ingenios mecánicos, que tienen que repetir conductas aprendidas hasta que se extingue el último aliento.
¿Por qué ineluctable ley El Principito debía morir, más allá de reconocer y aceptar la mortalidad y el carácter transitorio o impermanente de todo lo que es?, ¿es que acaso él, con su naturaleza incorrupta, podía haber sobrevivido ya que, para quienes lo amamos, haberlo perdido resulta una prueba demasiado dolorosa? ¿A su vez, sabemos, con cada partícula de nuestro cuerpo, con cada gota de nuestra sangre derramada, con cada lágrima entregada al viento del olvido y del adiós, que deberemos desprendernos del caparazón que nos ata a las coordenadas del tiempo y el espacio, para emprender un viaje de regreso a casa?
¿Por lo cual, acaso es justo, legítimo, aceptable que condenemos a la serpiente que lo mordió?; ¿qué vociferamos feroces y vengativos la sentencia sobre su culpabilidad, tal como la presunción sobre su ancestro nos ha hecho creer a través de milenios, que fue ella la que provocó la caída original, si es que ocurrió tal evento?; ¿o, acaso su descendiente es digna de bendición, la casi imperceptible lanza relampagueante que hiende el tejido para abrir un resquicio a la última libertad, un pasaje a dimensiones inexploradas por el cuerpo, pero que pertenecen al reino y señorío de la esencia?.
En fin, ¿escuchar las armonías del universo, que fluyen y refluyen en uno?; ¿sentir la música que brota del hontanar, de la fuente yacente en el fondo como respuesta a la melodía? ¿Acercarnos, quizás, a la risa que nos regala el misterio en un rostro incorrupto, en unos ojos límpidos, en una ternura sin mancilla ni herida? ¿Conmovernos, tal vez, con la emoción del viaje, que nos llevará de retorno al agua, al aire, a la tierra, en que nacimos y en que hemos de morir? ¿Viajar con la entrega y desapego de quien atraviesa las espirales que danzan entre sus manos? ¿Ver, en definitiva, la pureza y la inocencia en cada niño, de cada niña, en algún paraje, no hollado por la razón, la madurez, la lógica, la cordura?
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