Por Alejandro Lavquén @lavquen
Al acercarse la fecha de entrega del Premio Nacional de Literatura 2016 (este año corresponde, debido a un reglamento de facto, a un poeta), proliferan las columnas, en los medios ad doc, acerca de quién o quiénes son los candidatos más calificados para obtener el galardón. Académicos, críticos, editores y, obviamente, poetas, además de resaltar las virtudes de sus candidatos se refieren a la situación de la poesía chilena de antes y de hoy. Pedro Gandolfo en revista de libros de El Mercurio, escribió sobre “la nueva savia de la poesía chilena”. Otros hablan de la relevancia de la generación del sesenta, de la impronta de los “poetas mayores” o de la pobreza de la poesía nacional en los últimos tiempos. El crítico Ignacio Valente ha manifestado esto último en varias oportunidades.
Suceden cosas curiosas en la comunidad literaria. Lo primero, es la sacralización de la poesía, como si el oficio de poeta fuera por antonomasia superior al resto de los oficios. Prolifera la tendencia de encasillar todo en ismos, generaciones, género y otras estanterías. Los poetas nacidos en los setenta y ochenta, salvo contadas excepciones, escriben casi por parejo desde la teoría, teorizando cada verso, estrofa o poema, con la mira puesta en la crítica, para complacer tal o cuál canon. En general, estos cánones se definen desde grupos de poder con llegada a ciertos medios de comunicación y profesores de universidades prestigiosas. De hecho algunos creen que los únicos poetas importantes en Chile son los que publica la colección de poesía de la UDP o las ediciones de la Universidad de Valparaíso. Prima el culto. Cuando un poeta muere joven, en magras circunstancias o se suicida, inmediatamente es canonizado como un poeta de fuste, de gran relevancia para las letras. Otros son canonizados por su anecdotario y mitología. Así, suma y sigue. La beatería literaria no deja ver la realidad poética. Incluso, algunos escriben como si lo hicieran desde Londres o París. No existe autenticidad ni identidad, y el sujeto social se convierte en un ente de programa matinal o santo de academia. Me parece que en todo esto prima mucho la ignorancia y falta de lectura, principalmente, de los clásicos grecolatinos y de la poesía prehispánica. Lo peor de todo es cuando se califica a la poesía por género o etnia, o por tendencias feministas u de otra índole. Una feminista no es buena poeta por el sólo hecho de ser feminista, y lo mismo corre para los escritores indígenas, gay, académicos, etcétera.
Respecto al premio nacional, es un premio donde no están claras –o bien definidas- las razones que deberían primar para otorgarlo a tal o cuál poeta. ¿Lo merecían Enrique Lihn y Jorge Teillier? Claro, como también lo podrían haber merecido Rolando Cárdenas o Roberto Parra, entre otros. En cuanto a las acusaciones de machismo porque el premio lo han obtenido apenas cuatro mujeres, son absurdas, nada tiene que ver con el machismo, sino con obras. En relación a quienes lo han obtenido, sin duda que hay premios entregados por razones socio-políticas y de lobby más que por una relevancia literaria. Eso nadie lo podría negar. En otro aspecto, como el premio es controlado por una elite intelectual definida como “docta”, jamás han sido considerados los poetas populares o trovadores. Lo que resulta una discriminación clasista con ribetes de cierta ignorancia. Pienso, además, que hay muchos poetas sobrevalorados, incluso algunos que se aniñan solos y son eficientes publicistas de si mismos más que excelsos poetas. Así están las cosas. Y como todos dan sus candidatos, daré los míos. La terna finalistas debería ser: Patricio Manns, José Ángel Cuevas y Pedro Lastra. Si fuera jurado, mi voto sería para Patricio Manns, sin duda alguna.
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