Por Wilson Tapia Villalobos
Para creyentes y ateos es uno de los puntos en que se puede llegar a acuerdo: el nacimiento y la muerte son pasos inevitables. Las discrepancias renacen cuando aparece la cuestión de si la muerte es un cierre definitivo o solo un tránsito. Pero lo concreto es que se trata de un momento trascendente en el que los sobrevivientes hacen balances. Y esto último es más marcado cuando el fallecido es un líder. Esta vez le correspondió el turno a Fidel Castro. En su caso, por la estatura que logró en vida, ha dejado a pocos indiferentes.
La gesta de la Revolución Cubana marcó a más de una generación de latinoamericanos. A muchos los estimuló en sus sueños de un mundo mejor. Un mundo por cuya construcción se debía estar dispuesto a dejar la vida. Para ellos, revolucionarios, Fidel fue una inspiración, una manera de mirar la vida, la cercanía de una utopía milenaria. Para otros, conservadores, fue la amenaza a lo logrado. Y Fidel personificó la negación de todos los valores por los cuales valía la pena vivir.
Los primeros, a pesar de su adscripción al materialismo dialéctico y a las teorías marxistas, eran idealistas. Los otros, a pesar de su religiosidad en muchos casos, se aferraban a logros materiales y políticos que no deseaban perder. En el centro de esta pugna estaba la democracia. Los revolucionarios planteaban la necesidad de una democracia popular que verdaderamente representara a todos. En el otro bando, se defendía la democracia representativa tradicional.
La muerte de Fidel se produce en un momento especial. Un momento de cambio, de tensiones. En que las instituciones se encuentran en entredicho y los valores que marcaban una senda de evolución para la civilización parecen olvidados. Y la utopía que él encarnara queda solo como tal y con el tremendo interrogante acerca del futuro que espera a su patria.
Sin duda, Cuba ha avanzado como ningún país de América Latina en área esenciales como educación y salud. Pero la economía sigue siendo un déficit por el cual la nación parece desangrarse. Ahora, con el cambio de gobierno en Estados Unidos, es posible que tal situación se exacerbe. En el período final de Barack Obama, se ha producido una baja en tensiones que se mantenían por más de 5 décadas y bajo la administración de once presidentes de USA. El bloqueo económico que pretendió asfixiar a la isla, dio sus frutos, aunque no en la dimensión que pretendía Washington. La nación comunista de América no dejó de serlo, a pesar de las penurias a que fueron sometidos sus habitantes.
Hoy parece evidente que el modelo económico cubano no funcionó, pero sí lo hicieron las estructuras sociales básicas. En todo caso, la utopía no creó un “hombre nuevo”. Y eso queda más que claro al observar la cúspide de la pirámide del poder. Puede que ahora que tienen que haber cambios obligados aparezcan personajes desconocidos. Porque esa es otra de las características que ha mostrado el modelo cubano: su extremo sigilo. Que, por lo demás, tiene como explicación la cercanía del imperio. Se calculan sobre los 600 los intentos de asesinato que sorteó Castro. Incluso su hermana Juana, que se encuentra exiliada en Miami desde hace más de cuatro décadas, comentó en una entrevista que ella había colaborado con la CIA para desestabilizar a su hermano.
La muerte de Fidel ha sido un hito que ha permitido reflotar profundas emociones que generan los líderes con sus acciones. Sus seguidores y detractores han ocupado mucho papel e imágenes en estos días. Unos manifestando pesar y los otros alegría por su desaparición. Ninguna de estas dos actitudes puede sorprender. Son la mejor reafirmación del liderazgo político que acompañó a Castro desde que en 1958 comenzara la revolución cubana contra Fulgencio Batista.
Quienes hoy lo cuestionan han sido sus enemigos políticos desde el momento mismo en que apareció en escena. Pero durante toda su longeva presencia en la escena política latinoamericano, muchos de aquellos cometieron crímenes similares a los que hoy le atribuyen. Apoyaron y sirvieron de sustento a dictaduras, respaldaron medidas coercitivas contra una nación a sabiendas que ello produciría grandes penurias, se sirvieron de las instituciones de democracias representativas para su enriquecimiento personal.
La desaparición de Castro ha servido para sacar las emociones más cuestionables que remueve la lucha por el poder. Lo concreto, sin embargo, es que líderes como el que ha partido seguirán provocando estas disensiones.
La gran duda que hoy existe es qué pasará con Cuba. ¿Habrá otros intentos armados por desestabilizar al gobierno de La Habana como el que impulsó John Kennedy en Bahía Cochinos? ¿Donald Trump cerrará todas las vías abiertas por Obama para normalizar las relaciones?
En un mundo convulsionado como el actual, todas las opciones parecen posibles.