AYER COMENZÓ de verdad el otoño. El mes de mayo trajo los fríos, las nubes y los temores. Hay un vientecillo húmedo que arrea malos presagios.
Si llueve, el acto de protesta se irá al tarro de la basura. Los estudiantes son revolucionarios sólo cuando el clima acompaña al grito…. y de lunes a viernes únicamente. Sábado y domingo la revolución muere en las fiestas ocultas, en los partidos de fútbol, en las visitas al cine.
Desde la ventana de mi dormitorio observo caer las primeras gotas y veo la calle asfaltada cambiar de color lentamente, con el reflejo de las luminarias dibujando rayas lúdicas en los charcos incipientes. A lo lejos, escondidos en el manto nuboso, los relampagones de la tormenta eléctrica descifran puzzles geográficos permitiendo adivinar que allí se encuentra la cordillera. La libertad está a escasos kilómetros. Tan cerca y tan imposible.
Las ráfagas de viento norte golpearon el vidrio del ventanal. El agua comenzó a caer como cortina líquida. Un automóvil pasó velozmente frente a mis ojos. Fue el único atisbo de vida que pude distinguir en la calle. La ciudad dormía el letargo de la ignominia. Pronto aparecerían los vehículos militares tomándose las esquinas y la gente se obligaría a amortiguar las luces de sus viviendas con cortinajes o cartones para evitar que una bala interrumpiese el miedo. Cerré las persianas dejando mi cuarto en aquella oscuridad que difumina el temor y embadurna la rabia.
La lluvia caía con fuerza, rebotando orquestalmente en tejados y aceras. Me fui a la cama, seguro de haber perdido la oportunidad de protestar. Nadie llegaría mañana al patio central de la universidad. Todo el esfuerzo de meses, toda la audacia desplegada y la atrevida insinuación repartida de boca en boca, moriría bajo el chapotear del primer temporal de lluvia del año junto a los centenares de panfletos distribuidos en las Facultades. .
La campanilla del teléfono despertó nuevos temores. Mi padre surgió tras la puerta con el ceño fruncido. Le desagradaba atender llamadas nocturnas que no le pertenecían. “Di a tus amigos que estas no son horas para socializar”.
La voz de Mariana temblaba de pavor, articulando frases inconexas, urgentes.
– Huye…huye de inmediato. Carlos y Rubén fueron detenidos a las cinco de la tarde. Ahora vendrán por nosotros.
– Pero… ¿cómo?… ¿cuándo? –titubeé, sintiendo que una mano orlada de garras se apoderaba de mi estómago.
– Estoy en casa de amigos. Es un refugio temporal. Mañana trataré de asilarme en la embajada de Venezuela. ¡¡Huye!! ¡¡Vete!! –gimoteó Mariana y cortó la comunicación.
Era un aviso certero. Provenía de Mariana, la más seria mujer de mi grupo, la única que jamás había mentido y que, además, nunca exageró las desgracias. Si ella estaba advirtiéndome de un peligro severo, era llegado el momento de tomar decisiones.
Con un manotazo sobre el velador recogí los documentos guardándolos en el bolsillo trasero de mi pantalón. Me enfundé con la chamarra que me había regalado mi madre en el último cumpleaños y encasqueté en mi cabeza el viejo sombrero de fieltro negro que perteneció a mi abuelo.
Con el corazón desbocado y el pulso danzando una carrera vertiginosa, tratando de no provocar ruidos que alertaran a mis padres que descansaban en el cuarto vecino, alcancé hasta la cocina y me deslicé por el ventanuco que topaba con las techumbres de las casas colindantes. Con poco esmero, cerré desde fuera la hoja de la ventana y respiré profundo bajo la pertinaz lluvia antes de echarme, casi de vientre, sobre las planchas de zinc. Cual reptil escabullendo las garras del águila, transité los metros que me separaban del patio interior de la parroquia.
La oscuridad era completa, por lo que hube de adivinar el lugar preciso por el cual dejarme caer hasta el piso embarrado que circundaba el único árbol del lugar, un magnolio gigantesco que mecía sus ramas tétricamente con las sacudidas del viento. El agua se deslizaba bajo mi chaquetón, mojándome pecho y espalda, haciéndome saber que aún continuaba vivo y libre.
Pegué el cuerpo a la pared de ladrillos que servía de separación de los edificios aledaños y caminé acezando de pavor hacia la reja que miraba a la calle. Me encontraba en la avenida paralela a la de mi domicilio. No se divisaba automóvil alguno ni personas apostadas en las esquinas.
La quietud era absoluta, a no mediar el tintineo fantasmagórico de las gotas de lluvia golpeando la vida.
Un solo pensamiento ocupaba mi mente. Llegar, al igual que Mariana, a las puertas de una embajada y solicitar asilo político. Pero las legaciones diplomáticas se hallaban en Santiago, muy lejanas de mi actual paradero. Era tan grande el riesgo y tan exigua la esperanza.
Ruidos de motores señalaron el arribo al barrio de los vehículos militares. Venían por mí. Pronto se iniciarían las carreras, los gritos y las órdenes, confundiéndose con los allanamientos de casas en procura de un estudiante que había osado desafiar al régimen.
Salté la reja de la parroquia iniciando una carrera enloquecida rumbo al lado oriental de la comuna. Tengo un vago recuerdo de las veces que me dejé caer sobre el asfalto para escudriñar la limpieza de la fuga. Me adosé a muros y árboles, rodé bajo estructuras de camiones estacionados en las bermas cual monstruos paleolíticos soportando estoicos el aguacero.
Corrí, corrí, corrí… hasta dejar atrás las últimas casas y adentrarme en terrenos baldíos sorteando arbustos, piedras, basuras y hondonadas. El llanto y el miedo eran mis solitarios contertulios. Frente a un peñasco de dimensiones respetables detuve mi andar y vomité el nerviosismo que me apresaba.
La cordillera se alzaba frente a mis ojos, oscura e impenetrable en sus primeros contrafuertes. Di un rodeo al peñasco y comencé a ascender por la estrecha senda que alguna vez sirvió de ejercicio a ciclistas aventureros de fin de semana. El viento aumentaba su velocidad y los relámpagos querían incendiar mi cobardía. Recostado sobre un saliente rocoso, giré la cabeza para mirar el panorama. Estaba sobre el pueblo que dormía el susto de cada noche. Abajo, a mi derecha, las luces tenues y amarillentas de Codegua señalaban mi posición. Hacia la izquierda, recibiendo una cortina líquida, mi casa y mi barrio simulaban una despedida.
Subí la pendiente y encontré un camino despejado, estrecho y zigzagueante, que me pareció terminar en ninguna parte. Un rayo cayó desde el cielo hendiendo la montaña en las alturas. “No debo guarecerme a la vera de árboles gigantes –recordé- Allí es donde apuntan los rayos”.
Entre el sonido del viento, una voz se dejó oír nítidamente, provocando un salto a mi corazón. El grito rebotó en las cortezas arbóreas, imponiéndose al ulular de la tormenta y al zapateo de mis temores.
– ¡¡Por aquí!! ¡¡Por aquí!! ¡¡Pronto, muchacho… pronto!!
Sobre mi cabeza, más allá del bosquecillo, la figura de un hombre vestido de sombras y rodeado por ignota escena se destacó con el fulgor del relámpago. Un lazo cayó desde las alturas golpeando mis hombros.
– ¡¡Amárrelo a su cintura!! –dijo la voz.
Fui levantado en vilo con la facilidad que se avienta una pluma. Durante cinco segundos permanecí colgando y balanceándome sobre el precipicio. Otro fuerte tirón me llevó hasta terreno seguro. Entonces vi el caballo a cuya montura el individuo había atado la soga. Hombre y bestia parecían surgidos de un cuento de terror. Se precisaba estar muy cerca de ellos para ubicar sus cuerpos. Todo era negro, penumbroso. No había un mísero brillo en las vestimentas del hombre ni en los aderezos del animal. El sujeto saltó con agilidad y acomodó su cuerpo sobre el lomo del jamelgo. Extendió su mano, indicándome hacer lo mismo. En la densa oscuridad logré percibir el brillo malicioso e intrépido de su mirada.
Con poca gracia, trepé como pude a las ancas de la bestia y hundí mis uñas en la gruesa manta que cubría el cuerpo del jinete. Escuché el tintineo de los espolines y la fusta marcó un sendero de brisas antes de golpear suavemente el lomo del noble bruto que comenzó a tranquear con firmeza hacia sitios más altos.
Pasados los últimos estorbos de árboles y gruesa maleza, la cordillera desnudó sus extensiones entre castillos de rocas que replicaban con sonora angustia el gorgoteo del agua destilando pasiones. De trecho en trecho yo volvía la vista hacia el poniente, sin lograr desentrañar la ubicación del que fuera mi pueblo, ahora oculto en el valle bajo y cubierto de nubes. Al arribar a un desfiladero sacudido por el soplo de la tormenta, el jinete tiró las riendas y me ordenó apear.
– Tendrá que colocarse esta capucha, mi amigo –la voz sonaba risueña- Será sólo por algunas horas.
– ¿Una capucha? –creo que balbuceé.
– Si es que desea vivir –acotó el hombre, siempre alegre- No puedo permitirle conocer el camino que le salvará el pellejo.
Bajó también de su montura y se plantó a mi vera. El grueso sombrero caía sobre su faz, escondiéndole el continente, y el cuello de la manta, subida, ocultaba cualquier rasgo humano. No era más alto que yo… ni más bajo. Una vez que estuve encapuchado, me ayudó a montar. Los brazos eran fuertes y la voz ronca.
– Guarde silencio hasta que yo le indique que puede conversarme. Los sarracenos tienen oídos de zorzal.
Mis sentidos señalaron que comenzábamos a descender en medio de espacios abiertos. Me pareció percibir que el caballo, en tres oportunidades, giraba hacia el lado izquierdo, ora subiendo, ora bajando. Luego, la lluvia cesó su martilleo y el retumbar de los cascos se dejó sentir a través de ecos abombados. Creí entonces encontrarme dentro de un largo túnel sin techumbre. Extendí mi brazo izquierdo y los dedos golpearon contra roca sólida. Repetí la operación con el brazo derecho. Roca nuevamente. El paso era tan angosto que apenas permitía el tránsito de una cabalgadura.
El jinete desconocido parecía dormitar sobre la montura, pese al viento y a la lluvia que no cesaban sus arrestos. Se le notaba tranquilo, confiado, pero yo estaba seguro que sus sentidos se mantenían en permanente alerta ya que enderezaba su cuerpo no bien se escuchaba cualquier sonido extraño a la geografía y al clima de ese lugar de alturas.
Comenzó a nevar tenuemente y sentí los copos gélidos metiéndose en mi cuerpo a través de la pendiente del cuello. Los ecos cesaron y el ruido cambió de tonalidad. Cabalgábamos por un sendero nevado y resbaladizo cuya extensión recorrimos en un par de horas hasta que el retumbar sonoro de los cascos del animal regresó junto a la lluvia.
– ¿Sigue vivo? –preguntó el jinete en sordina.
– Vivo, pero con mucho frío –respondí en voz baja.
– Esa es buena señal. Si comienza a sentir un calorcillo que invade sus piernas, avíseme de inmediato. Tendría que hacerle correr delante del caballo para evitarle el congelamiento. Mientras tanto, tenga… beba un sorbo pero no se desprenda de la capucha.
A tientas, cogí un adminículo que reconocí como una bota de cuero. Tragué el líquido fuerte y amargo que me hizo toser.
– Aguardiente –explicó el hombre- Beba otro sorbo.
– ¿Qué estaba haciendo usted en la precordillera de Codegua? –pregunté, con cierto temor.
– Beba y calle –apuntó el sujeto con voz severa- Nos acercamos al “paso de la noche”. Más allá, se encuentran su libertad y mis compromisos.
Otra vez al silencio y a los tamborileos de una lluvia fina azotando peñas y riscos. La modorra provocada por el aguardiente venció mis aprensiones y un letargo plácido ganó espacios en mi consciente. Creo que dormité durante un rato largo.
Horas después, una bocanada de aire frío y húmedo anticipó un nuevo aguacero al mismo tiempo que los ecos comenzaban a difuminarse. El caballo apuró el paso y trotó libremente. Un picar de espuelas transformó en galope lo que había sido trote cansino. Bajo la tela de la capucha, las primeras luces del día me volvieron a la vida. Ahora llovía condenadamente.
Por fin, el jinete detuvo la cabalgadura y me permitió apear y desprenderme de la capucha. Los prolegómenos de una inacabable pampa dominaban el paisaje feraz. Un océano terrestre marcado por malezas y pastos oscuros abarcaba toda mi visión. Hacía una hora, o más, que el amanecer se había hecho presente en ese sitio, pero la oscuridad seguía reinando merced a la capa de nubes gordas y densas que querían tocar el suelo.
– El aguacero va a amainar en poco rato –dijo el hombre- Y en poco rato tendré también que despedirme de usted.
– ¿Me va a dejar aquí? –pregunté, aún asustado.
– Este es mejor lugar que aquel donde lo encontré –respondió con sorna.
– ¿Dónde estamos?
Bajo el ala del sombrero los ojos oscuros chispearon ironía. Extendió la mano enguantada mostrando un panorama de silvestre soledad.
– Argentina, mi amigo…. la tierra del cuyano San Martín. La tierra desde la que usted podrá recomenzar su lucha por la libertad.
Quise hacer mil preguntas, confundido en dudas y desasosiegos, pero el hombre eludió mi ansiedad imponiendo su voz sobre mis interrogantes.
– Siga caminando hacia la salida del sol. En dos horas, más o menos, llegará a una aguada donde verá cabezas de ganado y algunos gauchos cuidándolas. Ellos le indicarán cómo arribar al pueblo más cercano.
– ¿Usted no vendrá conmigo?
– Su lucha no es la mía. Tengo mis propios problemas, y le aseguro que no son pocos ni pequeños. Vaya en paz y confíe en Dios
– ¿Pero, puedo considerarme libre en este lugar? –tartajeé.
– Sólo el miedo es libre, mi amigo –me pareció que sonreía bajo sus disfraces.
– ¿Cuál es su nombre? –pregunté.
Sin mirarme, apuró el pingo con un fustazo en las ancas. “Ehh… ehh… ehh…vamos “Huacho”, vamos…”
– Por favor, dime quién eres….
Dio un tirón a la rienda, picó espuelas y el caballo se alejó al galope corto. Un sentimiento de confusiones me hizo gritar las preguntas postreras.
– ¿Quién eres? Por favor, no me dejes con una deuda imposible. Dime quién eres –mi voz temblaba de emoción.
– Un compatriota loco ayudando a los débiles –respondió secamente.
– ¿Volverás a la frontera para socorrer a otros?
La carcajada con que me respondió fue opacándose bajo las nubes a la vez que hombre y bestia se perdían en el infinito de la pampa, rumbo al norte.
Convertidos casi en un punto indistinguible, creí escuchar su despedida atenuada por la distancia y transportada en brazos del viento.
¡¡Viva Chile!! ¡¡Viva la patria!!
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Han pasado treinta años y los requiebros de aquella aventura jamás dejaron de estar presentes en mi alma y en mi mente.
Pienso en el guerrillero. Lo imagino confundido con las sombras, arma al cinto, montado en un jamelgo que estila audacia, empapado hasta los huesos, cruzando a la otra banda por un paso montañés que sólo él conoce. La leyenda –no la Historia- afirma que fue Justo Estay, asistente gaucho de San Martín, quien le confidenció la existencia de la huella perdida entre desfiladeros y farallones. Manuel Rodríguez murió abatido por balas cobardes sin heredar a nadie el mapa de esa travesía que él realizaba en una noche. De Santiago a Mendoza, del valle del Maipo a Cuyo, en doce horas.
Nunca he contado a nadie mi experiencia cordillerana, pese a que muchos amigos aún preguntan cómo logré escabullirme de los verdugos que buscaban mi cuerpo una lluviosa noche de mayo de 1974.
¿Qué podría haberles contestado? ¿Que Manuel Rodríguez apareció desde los patios de la Historia y me salvó el pellejo? ¿Me habrían creído? ¿Lo creo yo?
Siempre que me es posible, viajo a Santiago y me detengo ante la estatua de Manuel Rodríguez, allí donde se inicia el Parque Bustamante. Gustosamente, gasto mi tiempo en observar la escultura de bronce que muestra al guerrillero, montado en su jamelgo, gritando: “aún tenemos patria, ciudadanos”.
Me siento a los pies del monumento y calladamente converso con él, agradeciéndole su salvadora participación, pero arrepintiéndome el no haberle seguido los pasos en aquella pampa lejana.
¿Alguien sabrá que su caballo se llamaba “Huacho”?
¿Sabrán también que Manuel sigue allá arriba, cada noche, tramontando la cordillera en busca de libertarios para salvar y patria para parir? No he vuelto al sitio montañoso donde me encontró. No me atrevo. Quizás, en mi subconsciente, algo me advierte y me aconseja dejar las cosas como Dios las ordenó.
Siempre que me alejo del sitio donde se ubica el monumento en su memoria, creo notar que el audaz guerrillero me sonríe con ironía a través de su mirada moruna e irreverente. Yo también lo hago, mientras acaricio la deteriorada bota de cuero que mantuve en mi poder luego de aquella noche increíble. En la parte superior, bordada con trenzados hilos negros, se lee una dedicatoria: “Al amigo Rodríguez. Con afecto, José Miguel”.
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Por Arturo Alejandro Muñoz, columnista Granvalparaiso.cl