Por Hernán Narbona
En el plano personal esta premisa es profundamente válida y se resume en grados de realización y felicidad que se va alcanzando en el balance inexorable de la vida. Las malas decisiones conllevan consecuencias negativas, que van conformando lastres que hunden a las personas en el agobio, el desánimo, la pérdida de entusiasmo para llenar cada día. Hay amarguras que quedan como anclas y la gente enferma del alma ante la imposibilidad de deshacer sus errores.
Por el contrario, quienes viven en armonía con su conciencia y su entorno, pueden alcanzar un estado de paz interior que es un elemento clave para ser felices.
Y esta reflexión desde el ser vivo, que debe interactuar y necesita colaborar con otras personas, administrar su hábitat natural, estableciendo reglas de convivencia, nos lleva a la visión dicotómica, el hombre lobo que domina y depreda o el hombre justo que colabora y comparte.
Levantando la mirada a nuestra realidad, es un hecho irrefutable que a partir de la conquista de estos territorios por parte de España, fuimos avasallados por la codicia, la mentira, la imposición de una fe a fuerza de terror. Cuando llega la República, la oligarquía que toma el poder profundiza de manera más cruel y genocida, la erradicación de los pueblos autóctonos para ocupar sus recursos naturales con la codicia como motivación depredadora y una ignorancia supina para desconocer la cosmogonía de esas etnias y borrar de la memoria aquello vergonzoso, que contradecía ese impecable discurso de igualdad, libertad y fraternidad aprendido en las escuelas liberales del siglo XIX.
Y siempre hubo detrás de cada masacre el manto del silencio, el trabajo de limpieza de los leguleyos y cronistas oficiales, generando una pulcra historia oficial. Así hemos ido avanzando y ya cumplimos 206 años de vida relativamente independiente. Arrastramos las mentiras de un período sanguinario que rompió el alma de Chile por enésima vez. Sólo que hemos vivido el proceso y hemos sentido el dolor de familias rotas, de una cicatriz purulenta que no para de doler. En la decisión de mantener las cosas como si nada hubiese ocurrido, generando una sociedad vacía de principios, incapaz de mirarse el rostro en el espejo.
Una sociedad que carga sus errores y quiere seguir en el auto engaño de lo frívolo, del consumo, el progreso, la aspiración social, el individualismo que genera enemigos al lado de tu casa. Una violencia soterrada que nace de estos diques mediáticos impidiendo que surjan las verdades dolorosas. Y no se trata de ser autoflagelante, todo lo contrario, es buscar sanidad mental colectiva, asumir que el cinismo no da para más, que no podemos seguir siendo esclavos del miedo, obsecuentes títeres sin derecho a opinar o decidir.
El libre albedrío es inalienable. Si despejamos estas anclas y este mierdal que nos inmoviliza, podremos ser la nación fraterna, decente, confiable y recta que merecemos ser.