Son la pésima respuesta de miles de jóvenes ‘marginales’ centroamericanos a una situación vital insoportable, desafiando violentamente a las sociedades de sus países y extendiéndose hacia territorios cercanos y lejanos.
Por Arturo Alejandro Muñoz
EL ACTUAL MODELO económico neoliberal, excluyente, concentrador de riqueza en un pequeño grupo de familias, que desnacionaliza países enteros en aras de convertir Centro y Sudamérica en una plataforma de comercio, exportaciones y servicios financieros depredando recursos y territorios sin compasión ninguna, no da cabida a las aspiraciones de millones de latinoamericanos, incluyendo por cierto a la juventud.
No constituye misterio ni despropósito afirmar que el sistema capitalista (hoy en su etapa evolutiva neoliberal) requiere contar, para su existencia, con determinados eventos que en absoluto son plausibles desde el punto de vista social y humano, pues el capitalismo no podría mantenerse en el tiempo sin un significativo contingente de mano de obra de reserva (cesantía) que permita pagar oficialmente bajos salarios y amenazar con hambrunas a quienes osen alzarse en contra de lo estatuido. Así también ocurre con otros ‘males’ propios de ese sistema, como el narcotráfico, la delincuencia común, las pandillas juveniles, las barras bravas y la amplia desigualdad social a partir de la mala distribución de la riqueza que origina una profunda brecha económica.
En algunas repúblicas latinoamericanas –especialmente aquellas ubicadas en Centroamérica- ha surgido un elemento disociador de pésimo pronóstico social que mantiene en estado de alerta a los distintos gobiernos, amén de sumir en honda preocupación y temor a gran parte de la ciudadanía. Se trata de la violencia juvenil, de las pandillas, o ‘maras’, como se les conoce en esas naciones.
La palabra ‘Mara’ nos remite a la visión y estructura de una pandilla, es decir, una asociación, un grupo de varias personas reunidas por una causa común. Estas Maras tienen un origen doble. En un principio, se trató de grupos pertenecientes a barrios y/o universidades en algunas repúblicas centroamericanas (Guatemala, El Salvador, Honduras) que se reunían para acordar determinadas acciones. En esos primeros años, la noción de violencia todavía no estaba presente.
La segunda parte de este proceso tuvo lugar en Estados Unidos. Con la emigración masiva de los salvadoreños a esa especie de El Dorado después de la guerra civil (década de los ‘80) que desangró a la pequeña nación hispano parlante, muchos jóvenes comenzaron a organizarse para defenderse del clasismo y racismo norteamericano, el que les dejaba un exiguo espacio laboral y sólo en determinadas ocupaciones de bajos ingresos, especialmente en la ciudad de Los Ángeles (California).
Poco a poco, dos grupos hacen su aparición: la Mara Salvatrucha (MS) y Barrio 18 (M18). Pronto, su única razón será el aniquilamiento de la otra pandilla para apropiarse no ya del barrio mismo sino, principalmente, del ‘seguro y resguardo o protección’ que cobran a negocios y locales comerciales del sector.
El antropólogo guatemalteco Rolando Aecio, en el diario digital Elobservatodo.cl afirma que el término “Mara” surge en Guatemala a mediados de los años 70, inspirado en la película hollywoodense de ficción: “Marabunta”, cuyo argumento gira en torno al desplazamiento y ataque de ese tipo de hormigas de las selvas amazónicas a centros urbanos (al estilo de “Los Pájaros”, “Abejas asesinas”, “Ratas”, “Snakes” y demás plagas hollywoodenses). La forma conjunta de actuar y lograr sus objetivos fue relacionada por los primeros grupos de pandilleros juveniles con esas hormigas; y el apócope del término fue adoptado para denominar a sus grupos: la “Mara”; el cual llegó también a El Salvador y de ahí fue exportado a Los Angeles. En Guatemala, en la actualidad, es común que los jóvenes (y no tan jóvenes) se refieran coloquialmente a su grupo de pertenencia como “la mara”, aunque no sean pandilleros.
Fue así entonces que en la conformación de las primeras ‘maras’ salvadoreñas –fundadas en EEUU- se juntaron no sólo jóvenes latinos que vivían en las barriadas de Los Ángeles, sino también ex-guerrilleros y soldados desmovilizados, muy decepcionados con respecto a las esperanzas que tenían de obtener una vida mejor y un reconocimiento social luego del término de la guerra civil en El Salvador.
A estas ‘maras’ se sumaron luego algunos jóvenes que durante esa guerra civil emigraron con sus familias a los Estados Unidos o, como en muchos casos, otros latinos que nacieron en California.
Las ‘maras’ fundadas en Estados Unidos se caracterizan por ser rigurosamente organizadas. También, por actuar con armas de fuego. Las dos más conocidas son las ya mencionadas Mara Salvatrucha (MS) y la Mara Dieciocho (M18). Sus miembros más activos y sus dirigentes pertenecían a gangs del mismo nombre en Los Ángeles, agrupaban exclusivamente a jóvenes latinos. En El Salvador, ellas aglutinan hoy a miles de miembros y su campo de acción no está limitado a determinados barrios, pues se extienden a lo largo y ancho de las ciudades principales, incluyendo, por cierto, la capital.
Hacia mediados de los años 80 el carácter de los grupos juveniles comienza a cambiar, pues más rápido que lento, junto a los “grupos de esquina” y a los grupos de “niños de la calle” surgen y se extienden las pandillas. Comparativamente, tienen nuevas formas de organización y realizan acciones extremadamente violentas. Adquieren pronto un considerable significado y prestigio entre los jóvenes de sus barrios y algunas pandillas o maras llegan a tener 100 ‘soldados’ o más. La violencia es no sólo su carta de presentación, sino también su forma de ‘gobierno’.
Es así que la defensa de los territorios, delimitados por los mismos jóvenes -algunas cuadras o todo el barrio- se convierte en uno de los elementos centrales para entender sus acciones. Mientras que los antiguos grupos de la calle tendían a evitar llamar la atención, las pandillas irrumpen en el vecindario y en las escuelas de manera provocativa, veleidosa y violenta.
Se trata entonces de un fenómeno social múltiple, que abarca desde pequeños grupos de “esquineros” hasta organizaciones perfectamente estructuradas que llegan a tener carácter internacional, armas variadas y una decisión incontrarrestable para usarlas contra quienes se crucen en sus caminos. Por cierto, hay diferencias entre las pandillas de cada país y también las pandillas nacionales se van transformando con el paso del tiempo, llegando a constituir verdaderas ‘sociedades del crimen’, tanto o más peligrosas que las bandas de narcotraficantes.
Basta recordar que para integrar una ‘mara’ los jóvenes (varones) tienen que sufrir una paliza de varios minutos propinada por cinco o más componentes antiguos, mientras que las mujeres obtienen la membresía luego de soportar una violación colectiva o, en el mejor de los casos (¿?) tener relaciones sexuales con uno de los jefes.
También resultan ser utilizados, sobre todo los más jóvenes, por los carteles de la droga. Son la carne de cañón de los barones del narcotráfico: a sueldo, aprovisionados de dinero, armas pesadas y drogas para consumo propio, son pagados (y muy bien pagados) para introducir el comercio y vigilar la zona. Sus filas están formadas en su mayoría por jóvenes pobres y sin educación, lo que los deja en una situación de exclusión social sin inserción en el sistema. Los más arrojados suelen ser los miembros más jóvenes, de apenas 12 o 13 años de edad, quienes desean ganar status y obtener tempranamente un lugar en la cúpula del liderazgo.
En cuanto al rito, el tatuaje fue en su momento otro elemento fundamental. Tatuarse significaba adquirir peso e importancia en el seno del clan y sobre todo demostrar sentido de pertenencia al mismo Pero, hoy ello va quedando en el pasado pues de acuerdo a las investigaciones de la policía de El Salvador los nuevos dirigentes de esas pandillas han adoptado la organización jerárquica distintiva de los carteles mexicanos de la droga, e incluso muchos de ellos viajan a México para “especializarse” en el accionar de grupos narcos como “Los Zeta”, que fueron el brazo armado del peligroso “Cartel del Golfo”.
Los delitos que los mareros cometen van desde robos simples hasta operaciones complejas con características de comandos paramilitares, crímenes por encargo, el paso de ilegales a través de la frontera con México y disputas de territorios por el control y el manejo de drogas. A ello hay que sumar otros graves ilícitos, cual es el caso de las extorsiones, secuestros y desapariciones, lo que convierte, por ejemplo, a El Salvador en uno de los países más violentos del mundo.
El año 2014, la Guardia Civil española apresó a varios componentes de la “Mara Salvatrucha” que estaba operando en algunas ciudades de esa nación, lo cual ratificó un hecho que algunos gobiernos se negaban a aceptar: que las ‘maras’ estaban internacionalizándose y, tan grave como ello, habían constituido una alianza, una sociedad criminal, con “Los Zeta”.
En resumen, la violencia juvenil y la delincuencia desatada parecen ser uno de los flancos más deteriorados del neoliberalismo, por cuyos intersticios escapa a raudales la falsa paz y tranquilidad que, a través de los medios de información y de ciertas tiendas políticas, viene prometiendo desde siempre esa tendencia ideológica hoy imperante en gran parte del planeta, a la cual, por cierto, le resulta difícil mantenerse como sistema imperante sin la existencia de corrupción, narcotráfico y violencia.
El problema, en el caso que interesa a esta nota, es que las ‘maras’ (o la violencia juvenil) superaron la capacidad de manejo del sistema mencionado en esas naciones centroamericanas… y al parecer, su ejemplo e influencia podría estar proyectándose hacia las repúblicas de Sudamérica, como está comenzando a ocurrir mediante los altos índices de una constante y creciente delincuencia protagonizada por jóvenes, e incluso por niños, preocupando seriamente a varios gobiernos de esa región.