Por Hernán Narbona
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Chile también vivió una situación separatista en el siglo XIX. En 1859 Atacama declaraba su independencia de Chile. Creaba su propia bandera, fundía cañones y constituía su fuerza armada. Era el sueño liberal nortino frente a la oligarquía terrateniente de Santiago. Los liberales creadores de riqueza en el norte minero querían separarse del centro parásito. La reacción fue dura y el Estado de Chile ganó la guerra civil, ordenó la casa, pero desde dentro del sistema, esos liberales crearon el Partido Radical, expresión de vanguardia en el siglo XIX que tuvo gran influencia en nuestra historia.
Si no hay en el Estado la capacidad de preservar su territorio y su institucionalidad con fuerza, ocurre la llamada balcanización. Cuando muere Josip Broz Tito, en 1980, se comienza a desintegrar Yugoslavia, los nacionalismos exacerbados que se habían mantenido latentes, llevaron a guerras de exterminio racial en los 90, tanto más salvajes que las vividas contra los nazis. En los noventa, Europa, con la reunificación de Alemania, cambió el mapa político estructurado en dos bloques macizos durante el sistema bipolar EEUU-URSS.
En el proceso de globalización los Estados sufrieron el embate del corporativismo supranacional, que sentó las bases del orden mundial imperante, que ha restado soberanía a los países, con reglas de supervisión suscritas a fardo cerrado en el Acuerdo de la Organización Mundial de Comercio, en 1994. Frente a este fenómeno de globalización y la desregulación, los Estados buscaron refugio en la asociación política regional y la Unión Europea constituyó el paradigma en términos de Integración para América latina.
Por efectos de la globalización, la aparición de China como gran actor de la economía mundial, en Europa se vivió el debilitamiento del clásico Estado Nación, la acción corrosiva de relaciones impropias de las multinacionales con el mundo político significó que la social democracia, pilar de la integración regional de Europa, se desprestigiara. Al trasluz de las crisis financieras con el consecuente destape de una corrupción estructural en beneficio de las corporaciones, la sociedad civil articuló movimientos de indignación y repudio.
En esta ola de movimientos sociales, los partidos tradicionales han tocado fondo y han reaparecido los sectores políticos de ultra derecha, con perfil nacionalista y xenófobo, que buscan recuperar la Europa estructurada de los años 30. Sin embargo, esa es una utopía ideológica, ya que, la realidad global, la guerra y el terrorismo, han venido golpeando la tranquilidad social de Europa y ello ha favorecido que movimientos nuevos busquen blindarse de amenazas y externalidades, recuperando el control de sus territorios u organizaciones políticas con sentido nacionalista.
La complejidad de las relaciones internacionales genera contradicciones de fondo, ya que los parámetros ideológicos históricos, de izquierdas y derechas, son inservibles para reflejar las aspiraciones de los pueblos en pos de la soberanía escamoteada. Es así como vascos o catalanes ya no comparten una común visión ideológica con un madrileño de su misma tendencia. Los unitaristas versus los autonomistas o los federalistas, pueden ser ideológicamente conservadores, social demócratas o anarquistas, pero tomarán posición según su realidad territorial, todo lo cual agrega ingredientes histórico culturales que hacen más difícil entender desde afuera la vorágine del fenómeno autonomista.
La dispersión del poder refleja un alto riesgo de balcanización . El resurgimiento de la ultra derecha o del nazismo en los cuadros electorales europeos, habla de una descomposición de alto riesgo en los escenarios mundiales.
Por encima del fenómeno comentado, los tambores de guerra que han hecho sonar Estados Unidos, Corea del Norte, el Estado Islámico, Rusia, Irán, Japón y China, generan un telón de fondo que trae mayor incertidumbre. En los países de la periferia, como Chile, que alejados de los focos del conflicto, tienen enormes vulnerabilidades si no se asegura una paz mundial que permita continuar con su inserción pragmática y comercial.
Estos difíciles escenarios, recomendarían para Chile, una visión de Estado que retome la pertenencia natural a Sudamérica, desmantelando conflictos y asegurando lineamientos de cooperación integral, en alimentación, agua, energías limpias, defensa, que permitan preservar la institucionalidad de nuestros países de cara a un posible escenario de guerra mundial que dejaría todos los derechos territoriales en suspenso.
Concluyendo, subiendo la mirada a la interdependencia global, se traslapan dimensiones en una misma plataforma que es nuestra nave, el planeta. Las autonomías no son sino un intento de proteger y asegurar espacios territoriales del centralismo interno o de la ambición de terceros países, corporaciones, sectas, movimientos, que puedan amenazar la integridad de un Estado. Pero esa integridad depende de todos esos otros, de la inteligencia para construir paz y no pacificaciones; de la convivencia en relativa armonía y equilibrio, en la reciprocidad y la negociación.
La hipótesis apocalíptica de la autodestrucción sólo puede ser frenada si colocamos el acento en las consecuencias irremontables que significaría un estallido nuclear sobre la Tierra. Ese sentido de equilibrio del terror, debiera poner la cuota de sentido común que deben tener los actos humanos. Y trasladar esa percepción a las políticas públicas significaría canalizar esfuerzos por prioridades de sobrevivencia como comunidad nacional, como país pequeño que debe fortalecer su unidad para navegar las incertidumbres con inteligencia, realismo y dignidad colectiva.
Hernán Narbona Véliz, Periodismo Independiente, lunes 30 de octubre de 2017