A los 104 años de edad un científico australiano decide poner fin a vida, opción que silenciosamente gana adeptos entre cristianos
Por Raúl Gutiérrez V., periodista retirado – Mayo de 2018
Aunque Gutiérrez es miembro de la Iglesia Luterana en Valparaíso sus opiniones revisten un carácter estrictamente personal
MIRANDO MI CÉDULA de identidad debo terminar de convencerme de que hace rato soy septuagenario. Resulta punto menos que imposible, entonces, que llegue al año 2050. Pero si Dios me concede vida hasta entonces creo que me pareceré mucho al científico australiano David Goodall: no solo en haber apagado 104 velas, sino en recurrir al suicidio asistido.
En Australia la eutanasia solo está permitida para las personas que sufren una enfermedad terminal o causante de intensos sufrimientos. David no calificaba pues simplemente se había cansado de vivir con las limitaciones asociadas a su avanzada edad. Así que obtuvo la ayuda de familiares y amigos y se hizo trasladar a una clínica privada en Suiza, país en el que está permitido el suicidio asistido.
Después de formular declaraciones a los periodistas, que se convirtieron en testigos de que actuaba con entera libertad y en su sano juicio, David se recostó en su lecho. Y mientras escuchaba el final de la Novena Sinfonía de Beethoven abrió él mismo la llave de la manguera portadora del veneno que le causó una muerte dulce.
Yo haría lo mismo en su lugar. Talvez preferiría quedarme dormido para siempre escuchando una cantata de Bach. Y, a diferencia de David, que no expresó ninguna vivencia religiosa, yo le hablaría al Dios de los cristianos.
– “Señor, pareces haberme echado al olvido, pese a que hace rato que crucé la barrera sicológica (expresión que mis colegas periodistas jóvenes utilizan con fruición) de los 100 años. Por eso es que he decidido ir yo al encuentro contigo. Sabes bien que completé mi carrera en esta tierra y que ya el cansancio me domina. Así que ya es hora de que me acojas en tu reino que no tiene nada que ver con los reinos de este mundo”.
Me cuesta creer que el Señor me va salir con el argumento de que solo El decide cuándo debe terminar una vida. Esa era una consigna de la Iglesia Católica que estuvo en vigencia hasta los tiempos del Concilio Vaticano II. Una norma reñida brutalmente con la misericordia y que significó privar de la misa e incluso del derecho a ser enterrados en un camposanto a los creyentes que en un momento de desesperación cometían suicidio. Felizmente es un criterio que fue abandonado hace medio siglo.
He escuchado a teólogos católicos afirmar ahora que el único suicida que con toda seguridad se condenó es el pobre Judas. Pero a mí me asaltan dudas cuándo analizo su decisión de devolver las 30 monedas con que los poderosos clérigos de la época compraron su traición y el desconsuelo que se apoderó de Judas al tomar conciencia de lo que había hecho..
Si hubiera necesidad de mayor argumentación replicaría al Señor que él nos hizo libres y nos dotó de una conciencia capaz de discernir lo bueno y lo malo y, por ende, de adoptar importantes decisiones en nuestra vida. No nos creó ni esclavos ni robots. Podremos tener obispos y pastores que nos orienten, pero ninguno de ellos puede pensar ni decidir por nosotros. Esa es la libertad de que gozamos los hijos de Dios.
“En consecuencia, no puedes condenarme, Señor, por haber tomado la decisión que me parecía correcta y que adopté sin ninguna intención de ofenderte ni de causar daño a mis semejantes”.
Cierto, David Goodall no hizo alusión alguna a Dios al despedirse del mundo. Debe haber sido ateo o agnóstico. Pero llama la atención que haya elegido para sus últimos minutos en este mundo el coro de la novena sinfonía de Beethoven, ese que canta un texto escrito por el gran poeta alemán Friedrich Schiller. Acaso antes de dormirse para siempre alcanzó a escuchar los versos finales de la Oda a la alegría: “Hermanos, sobre la bóveda estrellada debe habitar un Padre amoroso ¿Os postráis, millones de criaturas? ¿No presientes, oh mundo, a tu Creador? Búscalo más arriba de la bóveda celeste
Espero que David lo haya encontrado. Y espero encontrarlo yo también … mucho antes del año 2050.