Los miles de casos de vejámenes sexuales protagonizados por clérigos constituyen en definitiva un abuso del poder de que ellos han dispuesto. La solución de fondo reside en desactivar los mecanismos que permiten la existencia de una casta sacerdotal al interior de las iglesias
Por Raúl Gutiérrez V., periodista retirado – Junio de 2018
Aunque este columnista es miembro de la Iglesia Luterana en Valparaíso sus opiniones revisten un carácter estrictamente personal
“VOCÊ ABUSOU, TIROU partido de mim” denuncia la letra de la pegajosa canción de Toquinho. Es lo que pueden gritar miles de personas que han sido víctimas de clérigos pedófilos, lo que ha precipitado a la Iglesia Católica a su peor crisis en siglos.
Algunos atribuyen al celibato el hecho de que tantos sacerdotes hayan perpetrado vejámenes sexuales en perjuicio de niños y adolescentes confiados a su cuidado. Pero la causa basal es el abuso del poder por parte de quienes se encontraban en situación de superioridad sobre todo psicológica.
Es lo que explica que incluso adultos jóvenes con un prestigioso título universitario hayan sido incapaces por largo tiempo de romper el vínculo de dominación que los subyugaba a un personaje como el carismático párroco Fernando Karadima.
El abuso de poder se da en todos los espacios en los cuales los seres humanos interactúan. La falta de transparencia y la impunidad de los victimarios abonan el terreno para tales prácticas. A la inversa, la existencia de mecanismos de control atenúan esos riesgos.
En la Iglesia Católica ha prevalecido por demasiado tiempo una estructura fuertemente jerárquica, donde la clase sacerdotal detenta el poder de definir lo que deben creer y hacer los fieles. Esta mentalidad pudo funcionar en épocas en las cuales los creyentes eran básicamente analfabetos y prevalecían por doquier monarquías absolutas o regímenes autoritarios. Pero resulta incompatible con una sociedad en que las personas disponen de mayor instrucción y toman conciencia de sus derechos, en tanto que la información se difunde a escala planetaria.
Tampoco resulta tal enfoque compatible con la esencia del cristianismo. Si Jesucristo terminó en la cruz fue a causa de su condena a la casta sacerdotal de entonces, la que no perdonó sus acusaciones de tergiversar las enseñanzas religiosas e imponer cargas insoportables a los creyentes.
Medio milenio atrás Martín Lutero percibió lúcidamente que la brecha entre casta sacerdotal y fieles redundaba en corrupción y desvirtuaba la enseñanza de Jesús. Había que volver al principio de “todos hermanos, un solo maestro”.
Este supone que cada bautizado se toma en serio su dignidad de hijo de Dios y en tal condición comparte el sacerdocio universal de Jesús. Si a ello se agrega la libertad de conciencia que defienden los luteranos, se comprende que no hay lugar en esta iglesia ni para jerarcas infalibles ni para clérigos que terminen transformándose en semidioses. Nadie puede imponer determinadas conductas o prácticas a los fieles, ya que ellos deben decidir libremente. Los pastores conducen las liturgias e ilustran a sus hermanos acerca de los textos sagrados, pero no se yerguen en intermediarios entre cada fiel y Dios.
“Todos los cristianos son sacerdotes, y todas las mujeres sacerdotisas, jóvenes o viejos, señores o siervos, mujeres o doncellas, letrados o laicos, sin diferencia alguna”, escribió Lutero. Enseñanzas que cobran asombrosa actualidad casi 500 años después y de la cuales parece hacerse eco el Papa Francisco en la dramática carta dirigida (fines de mayo de 2018) a los fieles católicos chilenos en busca de una salida a la crisis en que se debate esa Iglesia.
La conducta del pediatra Álvaro Retamal tendría que ser presentada como un modelo. El fue uno de los médicos que recibió en el Hospital de San Felipe el cuerpecito torturado y moribundo de una párvuta de 18 meses, brutalmente golpeada y violada por su padrastro, en un caso que conmovió al país. “Todos nosotros, desde el que hace el aseo hasta los médicos que a veces toman una fría distancia para no empaparse de tanto dolor, todos estábamos sufriendo, acompañando a este bello angelito” contó el Retamal en las redes sociales. Los esfuerzos del personal fueron estériles. “Finalmente Ambar descansó de una vida que sólo conoció el dolor.. Cuando falleció yo tomé sus manitos y.. sin ser nada.. sin ser digno de hacerlo, la bendije, solo porque yo estaba ahí, y no un sacerdote, no su padre”.
El pediatra Retamal no solo cumplió con su rol de médico, sino que actuó como una persona de fe, plenamente habilitada, aunque sin saberlo, para bendecir e invocar al Señor de los cristianos.
Proclamar la dignidad y la importancia de los fieles comunes y corrientes, es decir los laicos, constituye pues la manera más efectiva de poner coto a los abusos de poder de una casta que tanto daño ha infligido a la fe cristiana.