Por Rodrigo Larraín
Académico U.Central
La revolución es una clase de cambio social más acelerada que la evolución, puede o no ser cruento, con o sin violencia, y casi siempre, con un propósito de progreso social; en otros casos, se prefiere hablar de golpe de Estado si se toma el poder por el interés personal de un caudillo y su grupo. Durante unos 200 años hubo ideas, organizaciones y líderes revolucionarios; tras distintos modelos teóricos que nunca lograron decantar en uno solo. Comunistas, anarquistas, socialistas revolucionarios, utópicos y otros más, todos unidos por una vaga idea de lograr un mundo mejor para los trabajadores y para pobres del campo y la ciudad. Hasta que cae el muro.
Con una música de fondo de batucadas y murgas, la izquierda chilena declaró muertos todos los proyectos revolucionarios, ni siquiera la social democracia se libró –y eso que era una clase de capitalismo– y desde allí comenzó la ‘larga marcha’ al neoliberalismo. Al pueblo se le pidió no movilizarse por sus demandas para que la democracia se asentara con la mayor estabilidad posible; y así las cúpulas se apoderaron de los partidos que ya no tuvieron base popular participativa sino sólo votantes. Entonces comenzó el juego de simulacros en que, para captar votos, se exhibe un nombre histórico, como si correspondiera a las ideas que tendrían las cúpulas partidarias, gritos, consignas, al servicio de nuevas ideas opuestas a las históricas para que se cree la ilusión de que ahora sí los elegidos volverán a ser consecuentes. Las personas no soportaron más la impostura, dejaron de votar y más tarde formaron movimientos espontáneos, sin mucha continuidad en el tiempo y con demasiados objetivos y expectativas a alcanzar.
Y como ya eran liberales e individualistas se procuraron otras luchas tras otras banderas, no importando que no consiguieran cambio social alguno, se hablaba de cambios culturales y se insinuaba que éramos culpables de no habernos dado cuenta de su urgencia; en el fondo, era el pecado del cambio social en beneficio de los pobres. Ya no había revolución, clase obrera, partido y Marx fue relegado (los únicos que se acuerdan son los renegados y la derecha), ahora prima una ideología alienante basada en el relativismo cognitivo y no en el relativismo moral, como se nos quiere convencer. Por ejemplo, el homicidio por aborto llegó a ser una demanda progre, argumentado con un alambicado lenguaje y con un enfoque de derechos, como se dice. Claro que derechos individualistas.
Quedaba pendiente la destrucción de las figuras icónicas de la izquierda revolucionaria: La izquierda reaccionaria mezcló neoliberalismo con alabanzas a Fidel, Maduro, Ortega e incluso a Evo; mandaba felicitaciones a Kim Jong-un y también recordaba a Marx, el Che y los revolucionarios legítimos, metiendo en el mismo saco a dictadores militares, a luchadores por la libertad, a dictadores que se atornillan en los cargos y a narcoguerrilleros. En ese cuadro es que unos diputados de derecha quieren destruir la figura y el recuerdo de Ernesto Guevara. Se basan en la campaña que hace años tienen unos argentinos y repiten varias de sus monsergas. Pero con el estilo chileno: “los seguidores del Che fueron engañados, por malvados que romantizaron al guerrillero y siguieron un mito”. El autor del libro sobre el Che, Nicolás Márquez, es de un pensamiento más elaborado, aunque igual de odioso. Pero ya estaba abonado el terreno para destruir al líder latinoamericano que ha sobrevivido a todas las traiciones y falsificaciones de sus supuestos seguidores.