Por Carlos Correa Acuña
El debut en Chile de la Orquesta Sinfónica de Londres conducida por su director permanente, Sir. Simon Rattle, es un hito -tal vez el más relevante de las últimas décadas- para la escena musical de nuestro país. El privilegio de haber asistido a una de sus dos presentaciones en el CA 660 de CorpArtes es además, para quien escribe estas líneas, motivo de profunda emoción y reflexión.
El pasado jueves 23 de mayo de 2019, la LSO ofreció la Sinfonía da Requiem, Op. 20 (1940), del compositor británico Benjamin Britten (1916-1976). Obra solicitada por un “desconocido encargo” está estructurada como una sola unidad a pesar de tener tres movimientos muy diferentes, el Lacrymosa inicial, el Dies Irae central y el Requiem aeternam conclusivo. Desde los primeros compases pudimos apreciar lo que hasta ese momento era solo una expectativa y que se convertía en ese instante en una realidad que la superaba ampliamente.
Los sonidos desplegados eran colores infinitos que tejían texturas que casi podíamos abrazar. El misterio inicial, sobrecogedor e intenso, fue remarcado por la delicadeza de cada unión de frase, no solo en lo que respecta a su adecuado volumen sino que además en la sutileza tímbrica y fina con que cada sección instrumental era capaz de sostener el sonido y balancearlo de manera perfecta. El virtuosismo de la orquesta salió a relucir en el brioso movimiento siguiente, una danza que no da tregua alguna y que siembra una inquietud y tensión que solo puede ser resuelta con un final íntimo, profundo, provisto de la templanza propia del camino a la eternidad. Orquesta y director, en una sintonía precisa y perfecta, nos condujeron por un camino emocional alucinante, rescatando la máxima expresividad del lenguaje que Britten le imprime a la obra, conteniendo por momentos y elevando progresivamente el caudal sonoro que en los puntos de máxima expresión resultó ser estremecedor.
Luego de un breve intermedio y sin demora, llegó el turno de una de las obras más conocidas de Gustav Mahler (1860-1911), la Quinta Sinfonía en do sostenido menor. Conocida principalmente por su Adagietto, esta obra se enmarca en el período medio del compositor, sobre el año 1901, y refleja lo que Mahler estaba viviendo en ese momento: Director de la Ópera de Viena y su matrimonio con el amor de su vida, Alma Schindler. El compositor señaló una vez que las Sinfonías deben ser como la vida, deben contenerlo todo, y sus composiciones son un fiel reflejo de aquello. La Marcha Fúnebre inicial, con el característico solo de trompeta, unidad mínima sobre la cual se estructura toda la composición, dio paso a un torbellino sonoro que se incrementó en el Movimiento tormentoso y que nos llenó de inquietud, sorpresa y admiración. El Scherzo central permitió el lucimiento del corno solista y de cada sección de la agrupación como si se tratara de una pieza de cámara, cristalina, llena de color, de individualidad, de juego permanente, enlazando cada sonido como los fotogramas de una película en perfecta sincronía. Mención aparte para el Adagietto y el Rondó Final, encarados como la unidad que son y desplegados con soltura, convicción y una solidez interpretativa que no estamos acostumbrados a presenciar ni menos a escuchar en vivo.
De regalo, luego de una ovación que no podía ser contenida, los maestros ofrecieron la última parte de la Suite del ballet “El Pájaro de Fuego” de Igor Stravinsky en una versión impresionante, con un estilo perfecto, destacando tal vez el pianísimo más sutil que un teatro pueda acoger y llenando de luz un final que coronó una noche memorable.
Desde el punto de vista técnico la perfección alcanzada por la LSO es sencillamente notable. El espíritu de conjunto sobresale en cada momento, con una entrega al servicio del resultado musical que despierta una natural y espontánea admiración. Para quienes seguimos de cerca la trayectoria de su actual director, su carisma y expresividad potencia la conducción de un discurso musical construido de forma holística, lleno de sutilezas y múltiples detalles. Al escuchar y ver, al asombrarnos a cada momento por esta brillante interpretación de la Quinta, aparece de pronto la imagen de la partitura de Gustav Mahler, su caligrafía, sus indicaciones precisas y su complejidad. Sin embargo, Rattle y la LSO logran identificar cada uno de esos elementos, cada línea y cada contrapunto de forma magistral. Este logro no solo tiene que ver con rangos dinámicos ni el volumen del sonido. Obviamente aquello está presente, los matices interpretativos son evidentes, marcados y llevados a extremos pocas veces observados. Tal vez los puntos más importantes son las diferenciaciones de color y timbre dentro de un caudal sonoro que permite identificar cada nota y cada instrumento como si estuviera solo. El manejo de la tensión-reposo es otra característica excepcional. La preocupación por cada detalle, el sostener la resolución de cada frase al punto de sentirla necesaria, el espacio musical entregado a la ausencia de sonido -los silencios-, la expresividad permanente y la total entrega a una partitura exigente y demandante dan cuenta de un nivel de excelencia extraordinario y que recordaremos siempre.
Este debut de la LSO en Chile quedará marcado a fuego. Emocionante hasta las lágrimas, profundo, sentido y apasionante, resultó ser una experiencia única e irrepetible que quedará con un espacio reservado en el corazón de quienes tuvimos la oportunidad de estar allí.