Por Verónica Rubio Aguilar
Directora carrera Trabajo Social Universidad Santo Tomás sede Viña del Mar
Cada 8 de marzo se celebra con flores el Día Internacional de la Mujer, resaltando caricaturescamente nuestra femineidad, maternidad y abnegación. Sin embargo, no tenemos nada que celebrar, sino conmemorar para no olvidar que un día 8 de marzo de 1911 en una fábrica de New York murieron en un incendio más de 146 mujeres, en su mayoría migrantes entre 14 y 23 años, reprimidas por luchar por sus derechos laborales. Este hecho rememora injusticias vigentes en pleno tercer milenio: trabajo infantil, miserables condiciones laborales, recargadas y dobles jornadas, salarios vergonzosos.
La lucha por nuestro derecho a voto se logró recién en Chile en 1934 para participar en elecciones municipales y en 1949 en elecciones presidenciales. Antes de 1926, la mujer casada era considerada incapaz y equiparada jurídicamente a quienes padecían alguna demencia o eran menores de edad. Perdía su apellido, transformándose en “esposada de”. Su libertad era traspasada del yugo paterno al matrimonial, como una mercancía de aseguramiento patrimonial, engañada por el sueño de ser madre y esposa. Aquella que despertaba de aquel espejismo era tildada de rara, extravagante o loca engrosando las largas listas de psiquiátricos en nuestro país y en el Viejo Continente, colaborando paradójicamente con los crueles albores de la Psiquiatría.
La llegada de la mujer al mundo público ha estado cargada de desafíos, pérdidas y recriminaciones. Incorporarse al trabajo remunerado y la educación formal no es solo por la utopía de un desarrollo personal y profesional, en Chile ha estado marcado por las crecientes cifras de feminización de la pobreza a que nos ha llevado la familia monoparental por el incuestionado abandono masculino y la exagerada sobrevaloración del cuidado parental femenino tan conveniente para la división sexual del trabajo.
El patriarcado tatuado tristemente en nuestra cultura y nuestra piel, hace que la violencia de género en todas sus formas -discursivas, implícitas, estructurales y evidentes como el maltrato físico y psicológico, los femicidios, acoso sexual callejero y mutilaciones, entre otras- se mantengan intactas e invisibles ante nuestros ojos, cuando nos repiten que la mujer no es tal si no se casa, si no tiene hijos (y por supuesto más de uno), si no cuida a otros y a todos, que ella es digna merecedora de bonos y subsidios burlescos por su dedicación honorífica al cuidado, que si la maltratan o violan es su culpa porque ella lo provocó, que merece ganar menos porque su trabajo no es tan importante.
No tenemos nada que celebrar, solo agradecer a Teresa, Violeta, Frida, Simone, Gabriela, Gladys, Elena, Carmen Gloria, Haydée, Zélideh, Francisca y tantas otras compañeras, porque somos más que una costilla, somos mujeres por sí mismas y por si solas. No queremos flores, queremos ejercer nuestros legítimos derechos.