Un colega de una universidad española me comentaba hace unos días la gran cantidad de tiempo, dinero y esfuerzo que su Casa de Estudios ha invertido en crear un sofisticado software que, literalmente, espiara a los alumnos para que estos no pudieran copiar mientras rendían online los exámenes.
Su labor en estos tiempos de pandemia se parecía más a la de un funcionario policial que a la de un educador, me confesaba atribulado. Es la consecuencia lógica cuando se hace del medio un fin. No nos vaya a pasar que la educación en el futuro termine bajo el ojo del “Gran Hermano”.
Sin ser ingenuos, o sea, sin descuidar la “fiscalización” a los alumnos, preocupa que no se invierta tiempo en educar en virtudes a los estudiantes (como lo intentan algunas universidades), es decir, persuadirlos racionalmente del valor de la honestidad, de la responsabilidad o de la laboriosidad, por ejemplo.
Educar no sólo implica desarrollar la inteligencia del estudiante, sino también fortalecer su voluntad, de modo tal que ante la inminencia de poder hacer trampa -no solo en un examen, sino en otros aspectos de la vida- sea capaz de rechazar dicha tentación. Esto, siempre y cuando a las universidades les preocupe no sólo formar un buen profesional, sino, además, un buen ciudadano y una buena persona.
Eugenio Yáñez
Director Instituto de Filosofía, U. San Sebastián