Por Arturo Alejandro Muñoz
Columnista Granvalparaiso.cl
La frase del título de esta nota no me pertenece, y tampoco interpreta mi pensamiento. La escuché en un vídeo que una periodista argentina subió a twitter hace algunos días, y a decir verdad, luego de escucharla nuevamente un par de veces, concluí que el trasfondo del mensaje es claro y tiene asidero.
La inquietud de la Casa Blanca (posible, ya que no puedo confirmarla) estaría originada por las nuevas tendencias políticas que comienzan a surgir con fuerza en algunos países del subcontinente americano, específicamente en Brasil y en Chile, aunque muy especialmente en el país andino.
Las últimas experiencias vividas por esas naciones con la aplicación a ultranza del sistema neoliberal están concluyendo en un fiasco absoluto. Mandatarios como Jair Bolsonaro y Sebastián Piñera –completamente adictos a los consejos e intereses del FMI y de Washington- cuentan hoy con un apoyo público vergonzosamente exiguo, y como contrapartida, con un nivel de rechazo estadísticamente categórico.
Como ejemplo de lo anterior es posible mencionar las estadísticas que ahogan a La Moneda, ya que según la encuesta CADEM (reconocidamente pro piñerista), el actual Presidente chileno dispone solamente de un 16% de aprobación popular, y sufre un rechazo que supera el 70%. Otras encuestas presentan variaciones en esos datos, ya que hay algunas que muestran una aprobación al presidente de sólo 8% y un rechazo cercano al 85%.
Durante un par de décadas Chile fue presentado pomposamente como “el tigre de Sudamérica”, dando a entender que el resto de las repúblicas hermanas deberían seguir su ejemplo. El arribo del virus COVID-19 y la consecuente pandemia desnudaron la dolorosa verdad. Chile era un tigre…pero de papel.
Ello quedó demostrado al develarse que la clase media local era prácticamente inexistente ya que vivía endeudada hasta la cuarta generación, masacrando y exprimiendo el dinero plástico (tarjetas de crédito y débito), con empleos precarios sin ninguna defensa legal ante los patrones, con sueldos tan bajos que fueron bautizados con el mote de ‘africanos’, existiendo una brecha económica gigante que coloca al país en la avanzada mundial de la desigualdad económica y social; con un sistema de salud de baja calidad, de tardía atención y caro.
A ello debe agregarse un sistema previsional indignante, el que ha sido calificado por diarios europeos (The Guardian y The Economist) como “un asalto legal al bolsillo de los ciudadanos para beneficiar exclusivamente al 3% de la población”. Ese sistema previsional de ahorro forzoso cuyos dineros van a parar a manos de megaempresas, bancos y del propio Estado (con un interés anual nunca superior al 2%), es el culpable de pensiones misérrimas, las que generalmente significan sólo el 30% del sueldo real que tenía el cotizante al momento de jubilar o pensionarse.
El día 18 de octubre del año 2019, la gente se lanzó a las calles. Millones de personas a lo largo del país protagonizaron el “estallido social” más grande, masivo y homogéneo de la historia de Chile. El gobierno, junto con las cofradías políticas y empresariales, sintió miedo, mucho miedo. La fuerzas armadas “aconsejaron” a esas cofradías llegar a un pronto acuerdo con las organizaciones sociales que representaban al movimiento del ‘estallido’. Fue así que en noviembre de ese mismo año, la mayoría de los partidos políticos con presencia en el Poder Legislativo firmaron el “Acuerdo por la Paz”, comprometiéndose a llevar adelante las reformas que la gente impetraba y, además, llamar a plebiscito para redactar una nueva Constitución Política que reemplazara a la actual, proveniente del tiempo y manos de la dictadura.
Sin embargo, más pronto que tarde, ya en el mes de enero del año 2020, varias tiendas partidistas que habían firmado el ‘Acuerdo’, comenzaron a retractarse tratando de preservar los privilegios e intereses del 3% de la población. Aún más, de tales tiendas surgieron también voces oponiéndose drásticamente a redactar una nueva Constitución. La pradera estaba apronta a incendiarse nuevamente.
La marea social comenzó otra vez a subir como espuma. El primer mandatario (Piñera) sintió que su cargo bamboleaba y que le sería difícil terminar su mandato. Fue entonces que arribó la pandemia, cuestión que sirvió de salvavidas al gobierno y la coalición política que lo apoya.
En el ínterin –con un manejo oficial de la pandemia calificado como ‘deplorable’ por muchos sectores, y sin concretarse las principales demandas exigidas por el ‘estallido’ del 2019- el país comenzó a polarizarse a ojos vista, lo que vino a borrar la “política de los acuerdos”, sostén innegable del desarrollo político y económico de las últimas tres décadas, y por cierto responsable también de las profundas desigualdades y gravísimas corruptelas existentes en la nación.
La verdad es que se avizora un nuevo ‘estallido’, tal vez más potente y más violento que el de octubre del año 2019. Port otra parte, lo que tal vez más inquiete a la derecha y al empresariado es que surgió un precandidato presidencial con muy fuerte apoyo popular; se trata del actual alcalde de una populosa comuna santiaguina, Recoleta. Es un arquitecto y sociólogo comunista, Daniel Jadue, que en las últimas encuestas (incluso en las manejadas por el oficialismo) presenta un alto grado de adhesión ciudadana, amenazando seriamente a los precandidatos de derecha y de centroderecha para las elecciones, presidenciales y parlamentarias, que se realizarán el año 2021.
A ello se agrega un hecho posible. Si en 1970 Chile fue el primer país en elegir democráticamente un presidente socialista (Salvador Allende), ahora podría repetir ese récord siendo el primer país que elija democráticamente un presidente comunista (Daniel Jadue).
El temor, ahora sí, de la Casa Blanca, no radica únicamente en esa posible candidatura, sino, también, en el posible cambio de paradigma socioeconómico que pueda realizar el país andino si logra echar por la borda el plan piloto experimental (del neoliberalismo salvaje) llevado a Chile por los “Chicago boys”, desde la Universidad de Chicago, el año 1977, al inicio de la dictadura de Pinochet.
Para muchos en Washington, y en especial para organizaciones como el FMI, la OEA y el Banco Mundial, ello sería algo así como “el regreso del lobo”.