Ninguna autoridad religiosa tiene derecho a impartir instrucciones respecto de las decisiones electorales de los fieles, quienes, por su parte, deben esforzarse por discernir lo que su conciencia les indica
Por Raúl Gutiérrez V.
Viña del Mar, septiembre de 2020
NI SIQUIERA EN temas que para la mayoría de los cristianos son dogmas de fe, como el rechazo del aborto y de la eutanasia, tienen obispos y pastores derecho a impartir a sus fieles órdenes acerca de cómo actuar en tanto ciudadanos. Pueden esos jerarcas aportar elementos para iluminar a sus seguidores, pero siempre desde la postura humilde del que sabe que nadie es poseedor de la verdad absoluta ni conoce la decisión más acertada en cada situación. Ni el Papa puede ordenar a los católicos estadounidenses que voten a favor o en contra de Trump, y si lo intentara correría el riesgo de verse desautorizado por muchos de sus fieles.
En vísperas del plebiscito constitucional de 2020 en Chile habrá seguramente guías espirituales, en particular de iglesias evangélicas, que procurarán manipular la votación de sus comunidades o negociarla con diversos partidos. Un espectáculo muy visto en la historia nacional e internacional y en el que han incurrido líderes de todas las confesiones religiosas. La tentación del poder es demasiado fuerte.
AL CESAR LO QUE ES DEL CESAR
Para buena parte de los cristianos resulta difícil comprender la instrucción de Jesús de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Y que confirmó al declarar “mi reino no es de este mundo” ante un Pilato que, ufano, creía tener en sus manos la vida del acusado.
En lugar de aceptar la existencia de estos dos planos, el del César y el de Dios, muchos han intentado una coherencia absoluta entre ambos, lo que ha derivado a menudo en la imposición abusiva de sus convicciones sobre el conjunto de la sociedad y en el agravamiento de problemas colectivos.
Yo puedo estar convencido de que el alcohol es dañino porque su ingesta excesiva está en la raíz de innumerables asesinatos y agresiones, así como de accidentes laborales y del tránsito. Quizá hasta decida convertirme en un abstemio. Sin embargo, si en aras de la coherencia me decido a promover en tanto político cristiano la dictación de una ley que prohíba la venta de alcohol, como sucede en países musulmanes, lo más probable es que esté instalando el escenario para una catástrofe social. Miles de policías no serán suficientes para reprimir el quehacer de bandas criminales que promoverán la venta clandestina de bebidas alcohólicas, obteniendo ganancias gigantescas que les otorgarán un envidiable poder económico y político. El camino del infierno está sembrado de buenas intenciones.
Mi fe cristiana me puede llevar al rechazo de la prostitución pues considero que quien tiene sexo por dinero se degrada a la condición de objeto. Pero si sobre esta base pretendo como gobernante católico lanzar una razzia contra los prostíbulos, solo conseguiré que las mujeres involucradas se instalen en las calles, donde estarán más expuestas a malos tratos y violencias por parte de sus explotadores.
Nadie podría criticar a los cristianos que se conduelen de las desdichas de quienes se debaten en la extrema pobreza. Pero si en el afán de ayudarlos se las juegan como ciudadanos por triplicar el salario mínimo corren el peligro de desatar una inflación galopante que termine por perjudicar el poder adquisitivo principalmente de aquellos a quienes buscaban favorecer,
La globalización de la delincuencia ha dado origen a poderosas bandas cuyo poder excede el de numerosos estados nacionales, con el que condenan a la autodestrucción a miles de jóvenes, corrompen todas las instituciones del país e instalan una cultura que menosprecia la vida humana. Yo como cristiano puedo estar en contra de la pena de muerte, pero en este contexto la abolición de la sanción extrema puede favorecer el surgimiento de escuadrones clandestinos, como en Brasil o Filipinas, que en nombre del combate a la delincuencia provoque diez veces más muertes que las ejecuciones ordenadas por los tribunales.
Las enseñanzas del Evangelio tal vez me induzcan a presionar para que mi país abra sus puertas a los migrantes. Sin embargo, no puedo cuestionar la buena fe de otro cristiano que promueve el endurecimiento de las exigencias de ingreso de extranjeros con el argumento de que un flujo excesivo de migrantes deprime los salarios y favorece la explotación de personas desesperadas por generar algún ingreso.
EL MAL MENOR
A menos que pretendan imponer sus creencias o valores por la fuerza, sin importar el costo en sufrimiento que ello implique, los cristianos están obligados moralmente a conjugar su fe, de un lado, con el bien común y la realidad, del otro. En el mundo del César hay que muchas veces que optar por el mal menor.
Así lo comprende en los inicios del cristianismo, hace unos 16 siglos, esa lumbrera intelectual que es San Agustín. Refiriéndose a los prostíbulos, por entonces tan numerosos como en la actualidad, sostiene que son una suerte de seguro para la salvaguardia de la virtud de las mujeres en general, “del mismo modo que las cloacas y sentinas, aunque repletas de inmundicias, salvaguardan la sanidad del resto de la ciudad. Cerrad los prostíbulos y la lujuria lo invadirá todo”.
San Agustín es un pacifista pues considera que toda guerra es malvada e injusta. Sin embargo, termina por acuñar el concepto de la “guerra justa”, que es la que un Estado libra para defenderse de una agresión o para restaurar la paz. Agustín impone rigurosas condiciones a los gobernantes que recurren a este concepto para justificar sus decisiones, pero es un hecho que desde entonces casi todos los beligerantes declaran haber sido agredidos y estar solamente ejerciendo el derecho a la legítima defensa.
Un milenio más tarde, Santo Tomás de Aquino, el teólogo cristiano más notable de la historia, ahonda en el concepto del mal menor. En su célebre “Suma Teológica”, escrita hacia 1270, enseña: “La ley humana está pensada para los seres humanos, en su mayoría imperfectos. Por eso la ley no prohíbe todos aquellos vicios de los que sí se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, sobre todo los que hacen daño a los demás, tales como el homicidio, el robo y cosas semejantes, sin cuya prohibición la sociedad no podría subsistir”.
LA TENTACION INTEGRISTA
Cuando en nombre de la consecuencia y la integridad los católicos olvidan la existencia del ámbito del César y el ámbito de Dios se suscitan situaciones en las que el supuesto remedio se revela peor que la enfermedad o se imponen en ocasiones a sangre y fuego determinadas fórmulas que andando el tiempo se revelan monstruosas. Tras la reforma impulsada por Martín Lutero medio milenio atrás se desencadenaron en Europa entre protestantes y católicos enfrentamientos armados de una brutalidad y crueldad inconcebibles, máxime si se considera que unos y otros invocaban el nombre de Jesús, el príncipe de la paz, en su empeño por aplastar al adversario.
El predominio de esta concepción integrista explica que hasta comienzos del siglo en curso Chile haya carecido de una ley de divorcio. Los legisladores católicos se opusieron sistemáticamente a buscar una solución digna para decenas de miles de parejas, creyentes o no, que habían fracasado en su matrimonio. Esos políticos estaban convencidos de que abrir la puerta al divorcio significaba violar el mandato de Jesús, “lo que ha unido Dios no lo desuna el hombre” y condenar a graves males al conjunto de la sociedad. Los obispos católicos conformaban un bloque o grupo de presión muy poderoso, contando con el apoyo explícito del Papa y el Vaticano, para desbaratar los intentos de los partidos o personeros políticos “divorcistas”.
Muchos de quienes anhelaban una nueva oportunidad para rehacer sus vidas debieron optar entonces por una salida indigna. Surgió así la industria de las nulidades, que permitía, mediante el expediente del juramento falso acerca de las circunstancias de la formalización del matrimonio, declarar que la ceremonia respectiva estaba insanablemente viciada
LA REBELION DE LOS LAICOS
Por siglos y siglos, los fieles sencillos, abrumadoramente analfabetos, se esfuerzan por cumplir las normas de vida que enseñan los clérigos, mientras muchos jerarcas llevan vidas licenciosas y, seguros de su impunidad, perpetran abusos inconfesables. La disminución del alfabetismo y el masivo éxodo de los campesinos a las ciudades debilitan en forma paulatina en Occidente el poder de las iglesias y la capacidad de éstas para imponer sus enseñanzas.
Tras el término de la segunda guerra mundial se torna evidente que las grandes amenazas para la humanidad son el estallido de una guerra nuclear y la explosión demográfica, vale decir el crecimiento descontrolado de la población. Entonces, a fines de los cincuenta se inventa la píldora anticonceptiva, cuya utilización se propaga en forma vertiginosa, con el apoyo de fundaciones que pretenden por esta vía desactivar potenciales experiencias revolucionarias al estilo de la de Fidel Castro en Cuba.
Por primera vez en la historia pasa a ser posible en forma segura tener sexo evitando el embarazo no deseado, lo que suscita un intenso debate en la Iglesia Católica mientras el Papa Paulo VI vacila y demora en tomar partido. Finalmente lo hace a mediados de 1968 con su encíclica Humanae Vitae, en la que, desoyendo el parecer de la comisión de expertos que él mismo había designado, prohíbe a los matrimonios católicos el empleo de la píldora. Ello desata un éxodo silencioso, gradual pero masivo de fieles, que optan por seguir los dictados de su conciencia.
UN SOLO DIOS
¿Entonces cada cristiano puede votar como se le ocurra, militar en el partido que se le antoje? No. Antes de cada decisión como ciudadano el creyente debe escuchar lo que la dicta su conciencia, es decir Dios. La oración es un poderoso sintonizador y amplificador de esa voz. Lo que dicen sus obispos o pastores pueden ser también un referente importante. Pero que nadie pretenda dictar órdenes porque eso significaría violentar la conciencia personal, lo que es inaceptable.
Otro criterio clave para el cristiano es que hay un solo Dios y que, por tanto, los intentos de construir el paraíso en la tierra están condenados al fracaso. Esto permite al creyente evitar los fanatismos que derivan de la absolutización de la política. Yo puedo creer que Chile requiere una nueva Constitución y que a lo mejor debemos transitar desde un presidencialismo fuerte a un régimen parlamentario. Pero no caeré en la inmadurez adolescente de creer que porque cambia el sistema político o económico estaremos a las puertas de la tierra prometida. El mundo seguirá siendo la porquería que ha sido durante milenios, desde que Caín destrozó el cráneo de su hermano Abel. Con suerte daremos algunos pasos en favor de la reducción de las injusticias y abusos, pero más vale no hacerse demasiadas ilusiones.
Hay que aprender de la historia. Apenas 230 años atrás estalla la Revolución Francesa, que promete libertad, igualdad y fraternidad, pero que culmina en un baño de sangre (“Libertad, ¡cuántos crímenes se han cometido en tu nombre!”) y la restauración del absolutismo. Alrededor de medio siglo atrás, en mayo de 1968, Francia se estremece con la sucesión de violentas protestas de universitarios que se rebelan contra los vicios de la sociedad capitalista. Tampoco les va muy bien, al punto que en 2019 hacen irrupción los chalecos amarillos para protestar incluso con acciones propias de una guerrilla urbana contra los abusos y desigualdades de la sociedad francesa.
Otro tanto sucede con diversos experimentos marxistas, impulsados en nombre de un ateísmo militante a lo largo del siglo XX. Muchos son los ahora ancianos que en su juventud solían entonar, emocionados hasta las lágrimas y con el puño izquierdo en alto, la Internacional socialista: “El día en que el triunfo alcancemos/ ni esclavos ni hambrientos habrá/, la tierra será el paraíso/, de toda la humanidad”. Tras el derrumbe de los socialismos reales con su siniestro saldo de asesinatos, penurias, corrupción e ineficiencia, sienten vergüenza al evocar la credulidad de que hicieron gala en su juventud.
Consciente entonces de que no hay paraíso en la Tierra el cristiano solo debe seguir la voz de su conciencia para decidir qué hará en el plebiscito. ¿Vota o se abstiene? ¿Aprueba o rechaza? Sea cual fuere su decisión, la adoptará con paz interior, sin arrebatos y con respeto a quienes, incluso hermanos en la fe, adopten la decisión opuesta. Es que, como enseña san Pablo en su carta a los gálatas, “el que se une a Cristo por la fe se reviste de él, es renovado interiormente por el Espíritu y alcanza la libertad de los hijos de Dios”.