Dra. Tatiana Celume
Académica de la Facultad de Derecho y Gobierno
Universidad San Sebastián
Hoy, más que nunca, la pregunta sobre de quién son las aguas cobra más fuerza ante la inminencia de una nueva Constitución Política. Sin embargo, una propiedad estatal del recurso no necesariamente solucionaría todas las omisiones que la actual regulación contiene. Además, estatizar las aguas, inevitablemente, nos conduciría a discutir la necesidad o no de indemnizar a los actuales titulares de los derechos de aprovechamiento.
Creo que la nueva Constitución debiera contribuir a sentar las bases para intensificar el carácter de bien nacional de uso público de las aguas, por medio de incorporar la función social de la propiedad en los derechos de aprovechamiento y establecer una base de nuevos principios constitucionales que guíen al legislador en su configuración.
Dichos principios debieran referirse al reconocimiento y a la protección de la diversidad de usos de las aguas, tales como, los usos ecológicos y los ancestrales; a las limitaciones a los derechos de aprovechamiento, tales como su caducidad, su extinción y su tarificación; a la priorización del uso de las aguas para el consumo humano y el saneamiento, declarando el derecho humano al agua; a la protección de las áreas de importancia ambiental y a la creación de derechos no extractivos y a las reservas.
Asimismo, debiera consagrarse el fortalecimiento de las atribuciones de la Dirección General de Aguas, especialmente en lo relativo a la sustentabilidad de los acuíferos y a la preservación de las aguas.
Las aguas han sido consideradas bienes nacionales de uso público en Chile desde mediados del siglo XIX con la entrada en vigor del Código Civil. Ello implica que el recurso hídrico no se encuentra en las manos de los ciudadanos ni en las manos del Estado, siendo que este último sólo puede supervigilar su administración.
Ahora bien, pareciera que esta configuración no satisface los intereses generales de la nación puesto que desde la dictación del actual Código de Aguas la connotación pública del recurso se ha traducido en entregar la reasignación de los derechos de aprovechamiento a los usos de mayor valor, según las fuerzas de la oferta y de la demanda.
De este modo, se ha excluido cualquier tipo de intervención estatal en la gestión del recurso, especialmente, en lo que atañe a la protección y a la conservación de las aguas. Lo anterior, se ha traducido en que no hemos contado con herramientas eficaces para hacer frente a la sequía, para prevenir el agotamiento de los acuíferos ni para evitar que los sectores más vulnerables tengan un acceso adecuado a las aguas.
Frente al temor de que el mercado invada la esfera de lo que se estima corresponde al Estado, la ciudadanía reclama la nacionalización de las aguas, como una medida de prevención frente a la mano invisible del mercado que no otorga o que no alcanza a cubrir aquellos espacios sociales -como los servicios medioambientales de las aguas- o los más sensibles como el consumo humano y el saneamiento de la población.
En esta persistente tensión entre la intervención administrativa del Estado sobre las aguas y el derecho patrimonial que tienen los individuos sobre los derechos de aprovechamiento y su gestión privada, conceptos como los de “bien nacional de uso público”, “nacionalización de las aguas” y “propiedad privada” van adquiriendo nuevos alcances.
Sólo con un nuevo marco constitucional acorde a las exigencias del siglo XXI, el legislador podrá llenar de contenido las implicancias del bien nacional de uso público aguas y permitir que la Administración ejerza una adecuada intervención para un uso más racional y beneficioso para toda la comunidad.