Por Alejandro San Francisco
Director del Instituto de Historia
Universidad San Sebastián
Las elecciones presidenciales en Perú fueron cerradas y dramáticas este 2021. Después de una primera vuelta con 18 candidatos presidenciales, ninguno de ellos logró superar el 20% de los votos, lo que muestra una gran dispersión electoral, así como la volatilidad política que ha tenido Perú en las últimas dos décadas, que ha llevado a cambios de gobiernos y también a que haya habido rotación presidencial en este último periodo que correspondía a Pedro Pablo Kuczynski. Por otra parte, el Congreso de la República estará compuesto por 10 fuerzas políticas, la mayor de las cuales es Perú Libre –agrupación de Castillo– con solo 37 representantes, en tanto Fuerza Popular de Fujimori apenas llega a los 24 escaños, en otra clara manifestación de fragmentación.
Durante la campaña de la segunda vuelta se pudo apreciar la primacía de las definiciones y apoyos por contradicción más que las adhesiones decididas a los respectivos candidatos. Por lo mismo, el antifujimorismo y el anticomunismo se levantaron como banderas mucho más determinantes que el respaldo convencido hacia Keiko o Castillo. Una vez más estuvieron presentes las campañas del terror, mostrando o amenazando con lo que significaría volver a la época de Fujimori o bien la advertencia de una nueva Venezuela en caso de triunfar el candidato de la izquierda.
El problema de fondo es que esta elección sorprendió a Perú en la difícil coyuntura que viven las democracias en el mundo, y específicamente en América Latina, por el auge de los populismos, la falta de buenos resultados, el fracaso de los gobiernos, el desprestigio de la política, la crisis de los partidos y los problemas de corrupción que muchas veces afectan a las administraciones. Todo esto ha llevado a un escepticismo de la población, cuyas consecuencias políticas se manifiestan en la depreciación de la democracia, amenazada desde adentro.
Aunque el conteo final favoreció a Castillo, los resultados no han sido aceptados por el fujimorismo, bajo la denuncia de fraude y problemas en algunas actas electorales . Dado este contexto, los desafíos del nuevo gobierno son particularmente difíciles y de resultado abierto.
Me parece que la socióloga Lucía Dammert (académica de la Universidad de Santiago de Chile) ha planteado algunos de ellos con particular claridad: “1. Ninguno de los dos candidatos podrá hacer un gobierno mayoritario y necesitará hablarle al otro 50%, 2. La construcción de partidos políticos serios es urgente para fortalecer la democracia; 3. Ningún país puede llamarse exitoso cuando se mueren personas sin oxígeno, los niños tienen anemia y el campo cuenta con indigencia y abandono”. A ello agrega algunos otros aspectos que requerirían una discusión con mayor detalle, como las condiciones del desarrollo económico, la existencia de una “crisis moral” en la política peruana y la necesidad de que el sector empresarial revise su papel en el futuro del país.
Perú vivirá –si gana Castillo, como se advierte– días de incertidumbre, que no son muy distintos a los que está experimentando América Latina en general en estos últimos meses. Sin embargo, este nuevo gobierno en Perú podría acelerar algunos problemas y definiciones económicas fundamentales –riesgos de inversión y de crisis, para comenzar–, aunque algunos asesores han procurado calmar las aguas en estos días y se advierte una moderación en el discurso entre la primera y la segunda vuelta. En cualquier caso, es evidente que Perú ya no será ese lugar atractivo para la inversión en el que se convirtió durante algún tiempo, mientras no se despejen las dudas del verdadero camino que tomará el comunismo de Pedro Castillo, su eventual adhesión al modelo bolivariano de Chávez y Maduro, o bien la conservación de una fórmula democrática, con todas sus limitaciones y problemas.
A esto se suma otro factor institucional relevante, como es la distribución de los escaños del Congreso, que permiten ver negociaciones difíciles, pero también la necesidad de consensos para realizar cambios, perfeccionar proyectos o simplemente para coexistir dentro de la normalidad republicana. Todo esto sin excluir dos alternativas institucionales que se han utilizado en el último tiempo, y que quizá requieren una revisión de más largo plazo: la destitución del Presidente de la República y la disolución del Congreso, con todas sus consecuencias en ambos casos. Seguramente será parte de la reforma que ha planteado el propio Castillo con su apelación a una Asamblea Constituyente para dar vida a una nueva fundamental en el país vecino.
Después de todo, Perú se acerca a conmemorar su Bicentenario, y es importante que esta sea una fiesta de todos. La incertidumbre, los problemas, la complejidad de los escenarios son características propias de la política en esta tercera década del siglo XXI: la diferencia hacia el futuro estará marcada por la capacidad real de enfrentar y superar las dificultades con sabiduría, fortaleza y sentido de unidad, en tanto las derrotas estarán marcadas por el sello del fanatismo, la torpeza y la mediocridad.