Por Pedro Mayorga Cordero
Director de Formación e Identidad
Santo Tomás Viña del Mar
Durante este último tiempo hemos escuchado, reiteradamente, la palabra “deliberación”, sobre todo en aquellas declaraciones realizadas por nuestros convencionales a través de distintos medios de prensa. Reflexionemos sobre estas dos cuestiones: ¿En qué consiste la deliberación? y ¿cuáles son las condiciones que la posibilitan?
La deliberación surge a partir de la noción de democracia deliberativa (deliberative democracy), acuñada por la academia norteamericana en la década de 1980 con el propósito de caracterizar una práctica política necesaria para llevar a cabo la democracia misma. Fundamentalmente, consiste en el ejercicio del “poder comunicativo” de la palabra a través del diálogo para la toma de decisiones. En este sentido, queda absolutamente excluido el “poder de la violencia” para la práxis política, pues es un terreno estéril para la construcción de un horizonte que permita la convivencia pacífica de la diferencia.
El filósofo alemán Jürgen Habermas entiende por deliberación aquel proceso político argumentativo previo a la toma de decisiones, cuya actividad se legitima en el espacio público del acuerdo. El ejercicio de la deliberación política trae consigo la necesidad de que los participantes sean capaces de argumentar razones, pero también de escuchar razones. El juego de la deliberación implica, entonces, dos acciones vitales en la dimensión comunicativa: Dar y recibir razones. No basta pretender validar nuestros intereses personales o colectivos a través de la sola argumentación estratégica para el beneficio propio. Es necesario escuchar al otro, pues existe la sana posibilidad que ese otro también tenga razón y, tal vez, sea una razón mucho más robusta que la nuestra. Se requiere, inevitablemente, la generosidad de “escuchar” al otro y la “buena voluntad” de construir un lenguaje normativo común, cuyo significado interprete a la mayoría.
De ahí que sea fundamental cautelar y garantizar las condiciones que posibilitan el diálogo deliberativo entre los participantes, esto es: El respeto a la libertad sin ningún tipo de coacción, el reconocimiento de la igualdad, la capacidad comunicativa eficaz y la no manipulación estratégica de la comunicación. La alteración de estas condiciones provoca distorsión comunicativa, cuya consecuencia inevitable es el monopolio de la discusión. Esto sólo contribuye a la fractura del diálogo y su reemplazo por un acto de habla monológico entre los interlocutores. El fruto de aquello es un discurso con densidad homogeneizante, muy lejos de aquel discurso consensuado y validado por la “diversidad” participante.
Finalmente, constituye un gran desafío para los convencionales velar por una democracia deliberativa que permita el consenso de la diferencia, pues es la única vía pacífica en que, por medio de la interpelación y el cuestionamiento legítimo del otro, se pone a prueba la validez de lo que razonamos.