La Vergüenza de Ser Chileno

Publicado por Equipo GV 7 Min de lectura

Por Arturo Ruizbandera

Desde el comienzo de mi estadía de tres años en los Estados Unidos, descubrí que podía formar parte, si quería, de una de las comunidades más solidarias, cálidas y pujantes de ese país: la comunidad hispana o latina (sólo existen latinos como tales en los Estados Unidos). Desde el primer momento, cuando quisimos arrendar un apartamento –departamento– sin haber obtenido todavía el Social Security Number, sentimos la calidez de la comunidad cuando, en un edificio de Glover Park –en Washington DC–, una administradora confió en nosotros arriesgando inclusive su trabajo porque éramos hispanos. Ella era nicaragüense, aunque de nicaragüense no tenía más que la cuna, porque su español era menos que deficiente y teníamos que conversar en inglés, pero no importaba: formábamos parte de la comunidad hispana y debíamos ser solidarios.

Ya instalado formé parte de grupos y organizaciones de las que me honro en haber participado. Fui miembro de Hispanic American Freethinkers, de hecho fui, junto al colombiano David Tamayo, la chilena Lorena Ríos, el argentino Walter García-Meza y la salvadoreña Yamileth Coreas, uno de sus orgullosos fundadores. Fui un participante recurrente del colectivo literario Alta Hora de la Noche, invitado por el poeta salvadoreño Daniel Joya.

Allí conocí a los también salvadoreños Carlos Parada Ayala, Marisol Flamenco, Bessi Blanco, Vladimir Monge, Diego Pineda, al ecuatoriano José Ballesteros… fue mucha gente y sería largo nombrarlos a todos. Participé en los recitales de poesía bilingüe Borderlines, eventos del Teatro de la Luna, el teatro Gala y en general la bullente vida cultural hispana de la capital de los Estados Unidos.

En todos estos eventos y grupos, salvo por Lorena Ríos, era, normalmente, el único chileno. Al principio pensé que era porque los chilenos son un grupo minoritario dentro de los migrantes hispanos en los Estados Unidos, pero a medida que fui haciendo amigos entre el resto de los latinos, me fui dando cuenta de la verdadera razón de la ausencia de mis compatriotas.

“Eres el único chileno no arrogante que conozco”, me dijo alguien. Al principio pensé que era porque los chilenos se sentían orgullosos de una economía que aventaja a muchas de las paupérrimas economías vecinas (lo que no es ningún logro). Pero serían finalmente los propios chilenos quienes me revelarían la terrible verdad.

“Mi edificio está bien, pero está lleno de mexicanos”, escuché decir en un asado de chilenos. Lo decía un chileno que llevaba una camiseta roja con la bandera confederada del sur. Un signo conservador –en Estados Unidos la derecha es roja y la izquierda es azul– que hubiera llevado un gringo blanco de baja cultura (redneck), quien no hubiera dudado en devolver a mi compatriota a México; para esa clase de gringo, al sur del Río Grande solo existe un enorme país llamado México. El chileno la llevaba porque le gustaban los Dukes of Hazard y era completamente ignorante de sus significados cultural y político.

“En Chile estamos mejor porque no hay negros”, “los chilenos no somos realmente latinos”, “somos mejores porque somos más blancos y menos indios”, fueron otros de los comentarios racistas y chovinistas que escuché junto a apelativos insultantes tales como “bananero”, “tropical” o “centroamericano”. Muchas veces dichos descaradamente enfrente de otras nacionalidades latinas y centroamericanas que hablaban perfecto español y abrían la boca con incredulidad antes chilenos sonrientes y bobalicones. Así los chilenos vivían una vida separada de aquella maravillosa vida cultural hispana, haciendo bingos que donaban la recaudación al Hogar de Cristo y eventos en los que, si acaso, habían españoles y estadounidenses como únicas otras nacionalidades presentes. Nada de mezclarse con otros latinoamericanos de color, “nosotros no somos realmente latinos.”

Ser chileno llegó a volverse vergonzoso, pero no porque algún hispano de otra nacionalidad me dijera alguna pesadez, pero cuando veía a muchos compatriotas –con honrosas excepciones– sentía el terror de tener que escuchar alguno de sus improperios y sentía la imaginaria o verdadera mirada de algún otro hispano o con compasión o esperando que yo le diera alguna explicación imposible acerca del comportamiento de alguien con quien no tenía más en común que ser su conciudadano. Así, ver a otros chilenos se volvió temible, molesto e incómodo, porque exportaban nuestra desigualdad, nuestros prejuicios y nuestra desagradable actitud clasista, que solo luce en todo su horrendo esplendor ante la actitud sencilla y cálida del resto de la comunidad hispana que resultó ser mucho mejor que nosotros en todo sentido.

En estos últimos años, Chile se ha llenado de inmigrantes –lo que solo puede significar que hay economías y sociedades aún más duras que la nuestra–, inmigrantes que la han pasado mal, especialmente si no son del color correcto que solo los chilenos de clases altas pueden exhibir, porque, para qué andamos con cosas, la diferencia de clase y la diferencia racial coinciden en Chile escandalosamente. Estos inmigrantes me recuerdan mis días propios como extranjero, cuando el idioma común superaba las diferencias de acento y el idioma era como un código secreto de solidaridad. Debiéramos incluirlos a todos como partes de nuestra identidad e irnos acercando así, de a poco, al sueño de Bolívar por una patria más grande en la que, me consta, todos salimos ganando.

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