En Defensa del Cardenal

Publicado por Equipo GV 4 Min de lectura

Por Federico García LarraínMonseñor_Ricardo_Ezzati

Es notable la cantidad de elogiosas alabanzas que han recibido los sacerdotes Aldunate, Berríos y Puga por estos días. El Congreso, la Conferencia Episcopal, los medios de comunicación y mucha gente de a pie los han puesto por cielo. Seguro que esto les ha causado alguna incomodidad (“¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas.”). El cardenal Ezzati, en cambio, no ha recibido más que condenas, excepto por una declaración del padre Puga.

¿No era malo andar condenando a la gente? Ironía: al cardenal se lo acusa por acusar; eso lleva más allá de las formas y remite al fondo del asunto, pero ya llegaremos a eso. El inicio fue una noticia con información falsa, una supuesta “denuncia” a Roma que no era tal, sólo un informe pedido por el Nuncio. Como otras veces, la prensa ha dañado la reputación de una persona y no pide las disculpas del caso. ¿Ante quién responden los periodistas?

Los ataques al Cardenal han sido predecibles. Se lo ha llamado Gran Inquisidor, se ha dicho que de vivir Jesucristo en Santiago, él lo habría condenado por revolucionario. Es delicado decir estas cosas: a Cristo lo condenó el poder político, religioso, y hasta el pueblo lo rechazó prefiriendo precisamente a un revolucionario. Quizás la mayoría de quienes han comentado esta noticia no han tenido la oportunidad de hacer una lectura cuidadosa de los evangelios. El Cardenal sólo estaba siendo obediente a la Sede de Pedro, pero parece que la obediencia ya no es una virtud cristiana. Ha sido reemplazada por el “diálogo”, pero nadie se molestó en dialogar con Ricardo Ezzati antes de condenarlo.

Más allá de denuncias, condenas y diálogos está el contenido de todo esto: las enseñanzas de la Iglesia. A uno se lo denuncia por informar, pero sobre otros se informa lo que dicen. Y resulta que algunos sacerdotes han sostenido públicamente posiciones contrarias a la enseñanza tradicional de la Iglesia a la que pertenecen. Sus autoridades deciden recabar más antecedentes y arde Troya. Probablemente estos sacerdotes, y los laicos que los siguen, tienen esperanzas de que las enseñanzas contenciosas cambien, pero ha pasado mucho tiempo desde 1968 y las piedras de escándalo siguen ahí, inamovibles.

Una actitud más coherente sería abandonar aquella institución con la que no se está de acuerdo (alguno lo ha hecho, no hace mucho). Quizás dirán que las discrepancias no son en cosas fundamentales, pero hasta en eso no hay acuerdo: es muy profundo el desacuerdo entonces. Abandonar la Iglesia sería una acción radical (¿pero no es el radicalismo lo que muchos admiran en los sacerdotes cuestionados?), pero es de la misma Iglesia que critican (y porque la critican), de la que se distancian (y porque se distancian de ella) de la que derivan su fama y su influencia, tanta, que revisar lo que han dicho en público equivale a una condena de todos los sectores de la sociedad.

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