Cambios al Simce… ¿Hacia la Educación como Derecho?

Publicado por Equipo GV 11 Min de lectura

Por Iván Salinassimce
Ph.D. Enseñanza y Educación de Profesores
Investigador en Educación en Ciencias

En junio recién pasado, el gobierno anunció la creación de un comité de expertos, ahora llamado “grupo de tarea”, con el fin de realizar modificaciones al Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (SIMCE). Las sugerencias que realice el grupo en diciembre serán consideradas en una propuesta que el Ministerio de Educación remitirá al Consejo Nacional de Educación, organismo que sancionará finalmente las eventuales modificaciones.

Establecer “comisiones de expertos” ha sido un mecanismo clave durante los gobiernos postdictatoriales, especialmente en materia de decisiones de política educativa. Un ejemplo que tenemos muy fresco en la memoria es la Comisión Asesora Presidencial convocada por Bachelet para terminar con la Revolución Pingüina el 2006, que finalmente se inclinó a la agenda de los expertos más conservadores de la Concertación una vez que el informe inicial fuera desestimado por ellos mismos. Otros casos previos, igualmente determinantes en la profundización del modelo neoliberal, fueron la Comisión Brunner (“Desafíos de la Educación Chilena frente al siglo XXI”), de 1994, y la Comisión para el Desarrollo y Uso del SIMCE, de 2003. Estas últimas instancias se diferencian de la primera versión de Bachelet por su reducido número de participantes, pero son similares en los efectos que generaron, puesto que por vía de sugerir adaptaciones a los mecanismos y discursos según los desafíos contingentes, fueron claras en legitimar el sistema de voucher y la privatización educativa a todo nivel.

Las comisiones de expertos desplazan la discusión política fuera del Ministerio y del Parlamento a espacios que combinan diferentes perspectivas supuestamente técnicas y neutras ideológicamente, legitimando artificiosamente decisiones de política pública. La estrategia, además, conlleva el mensaje de que los temas de discusión de la comisión de turno son propios de los “expertos”, demarcando una distancia autoritaria respecto a la opinión de todo no-experto. La experticia y la pluralidad de las comisiones, sin embargo, distan mucho de lo que pretenden vendernos. Las comisiones son designadas a dedo, con criterios ídem, que ni siquiera responden a los programas de gobierno que supuestamente dan cuenta del interés de las mayorías. Los expertos, además, pueden ser considerados como tales, por ejemplo, por ser dueños de cadenas de colegios católicos, panfletear consignas neoliberales desde Libertad y Desarrollo o ser gerente de una empresa de tests educativos. De esta forma, las comisiones que hemos conocido en Chile han descentralizado el poder de manera poco democrática, menos aún transparente, para ponerlo en manos de quienes mayor interés tienen en continuar la mercantilización educativa.

Los límites que ofrece el gobierno para modificar el SIMCE implican que la lucha por asegurar la educación como un derecho será más larga y necesitará más elaboración intelectual crítica y transformadora. Tenemos que entender en mayor profundidad la seriedad del problema político que instala el SIMCE, así como también el por qué debemos repensar participativamente un nuevo sistema de evaluación escolar.
Volviendo al caso del SIMCE, gracias a la campaña Alto al SIMCE, numerosos académicos, docentes, personajes del mundo intelectual, y estudiantes han logrado confluir en la crítica al modelo de evaluación que se propone con el Sistema de Medición de la Calidad de la Educación y elevado la necesidad de debatir un nuevo modelo de evaluación de la educación escolar. Se han levantado voces que han partido desde el cuestionamiento a la semaforización de escuelas y estudiantes, hasta el análisis del SIMCE como política o herramienta ordenadora del mercado en la educación. Este mercado no solo incluye el sistema de información a los “clientes”, sino también un jugoso negocio que salpica y alcanza a diversos actores del sistema. Así, el SIMCE se ha puesto en cuestionamiento en la agenda pública, estimulando un debate que desde hace rato incomoda en la base de las escuelas.

La conformación de la comisión de modificaciones al Sistema de Medición de la Calidad de la Educación parece responder a este incipiente debate, pues el SIMCE no estaba en el programa de gobierno de Michelle Bachelet. Sin embargo, es necesario discernir qué posiciones existen y cómo éstas se ven plasmadas en los cambios que al parecer pretende impulsar el gobierno.

En el debate sobre el SIMCE hay al menos tres posiciones. La primera, conservadora y autoritaria, es la que promueve el uso de las pruebas estandarizadas como medida de la “calidad” y como forma de control sobre la labor docente y las escuelas, estimando como necesarios los incentivos y castigos dependientes del puntaje SIMCE de cursos y escuelas. Esta posición fue defendida e implementada en el gobierno anterior, con los ya tristemente célebres semáforos creados por el ex ministro Joaquín Lavín. La segunda posición, la del progresismo subsidiario, culpabiliza a profesores y directivos escolares sobre los usos del SIMCE, estimando que la información que provee ha sido “mal utilizada” por los actores escolares. En esta posición abunda la narrativa del SIMCE con “origen pedagógico”, pero además la idea de que con los incentivos adecuados –de mercado– se pueden subsanar las características estructurales que el SIMCE le otorga al sistema escolar. Además, esta posición defiende el uso del SIMCE como modelo organizador de la focalización estatal, pero además pretende usar contradictoriamente mecanismos de mercado para enfrentar al mercado mismo (por ejemplo, incentivos a la colaboración, mantención de publicación de puntajes y SIMCE censales, etc.). Estas dos posiciones han sido hegemónicas desde la dictadura hasta nuestros días, y sus tentáculos de poder son visibles en todos los amarres legales que hoy existen en relación al SIMCE, desde la publicación de resultados expresada en la LEGE, hasta los incentivos y castigos de la Ley de Subvención Escolar Preferencial y la Ley de Aseguramiento de la Calidad. Son además las posiciones que tienen más fuerza en la comisión formada por el gobierno para proponer cambios al SIMCE

La tercera posición, más crítica, propone una lectura política diferente sobre el SIMCE. Éste no es solo un sistema de medición, sino que es el instrumento articulador del mercado en la educación escolar, incluyendo el diseño del SIMCE, su aplicación, análisis, correcciones y las políticas privatizadas de mejora que encarnan las Asesorías Técnicas Educativas (ATE). Ello, sin considerar la capacidad que el SIMCE otorga a los sostenedores escolares para ponerles precio a las matrículas y mensualidades de sus colegios. En esta posición, el origen del SIMCE tiene una coherencia explícita con el proyecto de “modernización” educacional de la dictadura, que a su vez está vinculado a los preceptos constitucionales de Jaime Guzmán: crear un Estado subsidiario. Así, el SIMCE se considera un instrumento de origen ideológico, cuya formulación original nunca se consideró con carácter pedagógico. Asimismo, la idea del “SIMCE pedagógico” o formativo es más bien un mito de la transición, que fue reforzado por todos los esfuerzos de la Concertación por validarlo (por ejemplo, la comisión SIMCE 2003, y los desaparecidos Mapas de Progreso del Aprendizaje).

Al proponer la reforma educativa, el gobierno se ha visto forzado a responder a demandas sociales asumiendo sus discursos y simulando un “cambio de paradigma”. Ese parece ser el caso con el grupo de tarea para modificar el SIMCE, que no solo cuenta con la contradicción de ser liderado por una de sus principales defensoras, sino que también tiene limitaciones estructurales para proponer cambios que signifiquen un giro en la lógica de mercado que hoy ordena a la educación escolar en Chile. Estas limitaciones se entienden al constatar que el SIMCE no es solo un conjunto de pruebas, sino que tiene un número de amarres legales, algunos de los cuales requieren quórums calificados, como las modificaciones a la LEGE. Así, la voluntad de cambios en la lógica del SIMCE como ordenador del mercado educativo solo puede ser evaluada en la medida que el gobierno desarrolle una agenda legislativa especial sobre evaluación escolar. Esto está obviamente está fuera de los debates educacionales que dominan el campo de disputa política, pero son centrales para discutir en serio la reforma.

Los límites que ofrece el gobierno para modificar el SIMCE implican que la lucha por asegurar la educación como un derecho será más larga y necesitará más elaboración intelectual crítica y transformadora. Tenemos que entender en mayor profundidad la seriedad del problema político que instala el SIMCE, así como también el por qué debemos repensar participativamente un nuevo sistema de evaluación escolar. Uno que reconozca en su origen y formulación las demandas por sacar al mercado de nuestras escuelas y transformar la educación en un derecho social.

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