Por: FELIPE AVELLO, periodista, comediante y músico.
Fui monaguillo en 1985. Y puedo decir que me gustó mucho esa experiencia.
De niño era muy acomplejado, inseguro y solitario. Vivía en Lota, mis papás trabajaban todo el día, y era gordito. De hecho tenia un anhelo, quería llegar a pesar 80 kilos, como mi papá, y lo logré a los 9 años. Ayudaba al sacerdote, el Padre Mario, en la misa todos los domingos. Debía estar junto a él en el altar y a veces nos tentábamos de risa con el otro acólito Felipe Salgado, cuando el padre, en medio de la misa, mientras leía el evangelio, emitía una especie de gemido o suspiro de ahogo acompañado de un leve espasmo. Años después moriría, increíblemente no de una afección respiratoria.
Usábamos una toga sobre la ropa, aunque a veces en verano la usábamos solo con slip debajo. Antes de empezar la misa, esperábamos al Padre en la sacristía y con las manos juntas, le hacíamos una reverencia al altar. Salgado llevaba el cáliz, yo tocaba la campana. Entre los dos hacíamos la recogida de los dones, como se le llamaba al momento de pasar la bolsita donde los asistentes pasaban plata. Éramos la sensación entre los muchachos de nuestra edad.
Para mí fue un honor haber sido elegido entre los muchos jóvenes del grupo de pastoral. Nunca nadie me había elegido en nada; nunca, hasta ese momento, me había destacado en algo. La verdad, no sé por qué el coordinador Jorge, el encargado de todo en la parroquia, me buscó. No era el más participativo del grupo ni el con más conocimiento. Era de los tímidos, y más encima mis papás no iban casi nunca a misa.
Una tarde después de un ensayo, El Dólar, así le decían al coordinador Jorge, que era bajo, cojo y de unos 40 años, y como el dólar, subía y bajaba (humor de la época); me llevó hasta su oficina, que quedaba en el lugar más apartado de la capilla. La oficina era chica, muy estrecha, no tenía ventanas y olía a transpiración. Estaba desordenada, además al lado del escritorio había un gran órgano viejo y en desuso. Casi uno no se podía mover ahí. Me indicó que me sentara arriba del piano. Obedecí. Noté al coordinador Jorge nervioso, en ese momento la cojera pareció aumentarle, pese a que usaba zapatos con plataforma. Se acercó lentamente, me tomó de la nuca, tenía las manos grandes, y me dijo: “Felipe, me contó un pajarito que te ríes junto al otro Felipe del Padre Mario. Eso no está bien”. Mientras hablaba, se acercaba cada vez más a mí, podía sentir, incluso, el olor de su desodorante: Old Spice (lo identifiqué de inmediato, mi papá, usaba el mismo).
“El Buey es viejito, pero es bueno y te quiere mucho”, me dijo El Dólar. El Buey le decían al Padre Mario los más de confianza. Estábamos en diciembre, y el calor en la oficina era intenso. El Dólar se acercó aún más a mí, tenía los labios delgados, resecos y pálidos. “Recuerda Felipe, eres un joven escogido y debes estar orgulloso por eso, pero ten siempre esto presente, el compromiso no es conmigo, ni con El Buey, el compromiso es con Jesús”.
En ese momento se escuchó un ruido desde adentro del órgano, unas teclas desvencijadas parecieron crujir, el coordinador Jorge dio un salto, yo también me asusté. Desde adentro del órgano salió, gateando, Felipe Salgado, el otro monaguillo, transpirado, vestido con short, polera y descalzo, quizás cuanto tiempo llevaba ahí adentro. Se sonreía.
No recuerdo que pasó después; han pasado ya 30 años, y tengo mala memoria. Me acuerdo sí, que esa tarde rezamos y que aclaramos el mal entendido, y que prometimos nunca más burlarnos del Padre Mario. Pero poco tiempo alcanzaríamos a poner en práctica nuestro propósito; dos meses después al Padre Mario lo picó una araña de rincón en el pie, y murió. Todo esto sucedió en la iglesia Divino Pastor en la ciudad de Lota en diciembre de 1985. Al año siguiente me vine a vivir a Santiago.
Pasaron los años, me alejé de la Iglesia, hoy no soy católico, tampoco soy tímido ni inseguro, ni gordo, pero nunca he olvidado esa buena experiencia que viví siendo monaguillo.
Esta cuestión no es ná una columna de opinión.