SER PADRE ES COSA DE HOMBRES

Publicado por Equipo GV 14 Min de lectura

Existe actualmente la idea, muy extendida e implantada, de que en la crianza y educación de los hijos la madre se basta y se sobra, que el padre es prescindible, innecesario, a veces incluso un estorbo.

Por María Calvo Charro autora de ‘Padres destronados’

padresEl ámbito doméstico y muy especialmente la crianza y educación de los hijos han sido durante siglos espacios de dominación femenina. El reino de las mujeres. Y aunque actualmente la inmensa mayoría de ellas se encuentran plenamente integradas en el mundo laboral y profesional, quieren seguir ejerciendo un control y dirección exhaustivos sobre el hogar. Nos cuesta ceder espacio a los hombres. Y cuando el espacio es cedido, exigimos que actúen exactamente como lo hacemos nosotras; a modo de ‘mamá-bis’.

El padre solo es valorado y aceptado en la medida en que sea una especie de ‘segunda madre’, papel este exigido en muchas ocasiones por las propias mujeres que les recriminan no cuidar, atender o entender a los niños al estilo femenino. El padre queda de este modo convertido en una especie de madre ‘defectuosa’.

El modelo social ideal y dominante ahora es el consistente en la relación madre-hijo. La cultura psicológica actual parece confabularse con la sensibilidad femenina. Las pautas de comportamiento, exigencias, gustos, preferencias y habilidades femeninas para la crianza y educación de los hijos son consideradas prioritarias e ideales en una sociedad que sospecha de la masculinidad y la presume malvada y nociva para el correcto desarrollo de la personalidad de los vástagos.  Se ha difundido la convicción de que la proximidad emotiva constituye la variable decisiva para ser buenos padres. La cultura educativa que exalta exclusivamente la sensibilidad típica del código materno infravalora a los padres, obligándolos a desconfiar de su instinto masculino, sintiéndose torpes o poco adecuados.

Existe actualmente la idea, muy extendida e implantada en la sociedad, de que en la crianza y educación de los hijos la madre se basta y se sobra, que el padre es prescindible, innecesario, a veces incluso un estorbo. Esta cultura ha desacreditado la sensibilidad del padre para educar a sus hijos. Lo que el código masculino consideraba decisivo para el crecimiento de los hijos se presenta como peligroso o no apto.
En estas circunstancias, muchos padres son distanciados de sus propios hijos por la interposición materna. Padres que han sido desplazados de su paternidad por la propia mujer que desconfía abiertamente de la sensibilidad educativa masculina, debido a su presunta falta de calidad en la relación con los hijos. Madres que sienten que compartir los espacios integrales de la crianza es ver debilitado su rol materno y, en consecuencia, un pilar fundamental de su feminidad y autoestima. El padre se convierte, por intermediación materna, en el inoportuno, el no deseado, aquel que no tiene espacio entre la madre y el hijo, que queda como mero espectador benévolo de la relación materno-filial que es la presuntamente válida, equilibradora y adecuada. Algunos padres describen a sus hijos como “secuestrados” por su mujer, con el objetivo de evitarles su supuesta influencia negativa.

Muchos hombres que no son valorados o tenidos en cuenta, calificados de patosos o torpes, criticados o considerados estorbos en la educación de sus hijos por sus propias mujeres, optan por apartarse y dejar esta competencia en manos de la madre (que suele, sin embargo y paradójicamente, quejarse de la falta de ayuda por parte de su pareja). Cuando esta prefiere hacerlo todo ella sola, cuando no desea la intervención del hombre, al que considera poco fiable, cuando infravalora la figura masculina en el hogar, el padre acaba cediendo toda la responsabilidad educativa a la madre y, al no sentirse necesario ni querido, busca en el trabajo o fuera de casa la valoración que precisa como persona.

Muchas mujeres inhiben a sus maridos en su papel de padres con críticas sobre cómo realizan este papel, lo que les conduce al desánimo y frustración. Estas mujeres, lejos de animar y favorecer el ejercicio de la paternidad, la obstruyen y entorpecen.  Las mujeres no deberían perder de vista que, para alcanzar una verdadera emancipación y libertad que les permita un desarrollo pleno personal y profesional, precisan de hombres dispuestos a ejercer también plenamente su paternidad. Sin duda, la persona que más puede influir positivamente en un hombre para que ejerza correctamente su papel de padre es su esposa, mujer o compañera, con su apoyo y valoración.

La gran pérdida cultural no es del padre en sí mismo, sino de la paternidad como función insustituible y esencial. Sufrimos actualmente lo que David Gutmann denomina la “desculturización de la paternidad”. Muchos padres bienintencionados intentan ponerse a tono con los tiempos feminizándose, es decir, adoptando como deseables cualidades culturalmente atribuidas al sexo femenino, y sienten que tienen que pedir perdón por su masculinidad, como si fuera negativa o disfuncional, sin darse cuenta de que hay maneras integradoras y valiosas de ser hombre sin renunciar, ni renegar de lo propio. Estamos ante lo que el poeta norteamericano Robert Bly denominó el “varón suave”.   Sin embargo, la realidad es que el niño necesita que su padre sea la “no-madre”.       La función paterna es indispensable para que el niño asuma su propia individualidad, identidad y autonomía psíquica necesaria para realizarse como sujeto. Todo ello sin olvidar que la perspectiva y la educación femenino-materna resultan también imprescindibles para el equilibrio de los niños, ya que complementan y equilibran al hombre en el ejercicio de su paternidad.

El hecho de ser padre conlleva un tipo de responsabilidad diferente de la que implica ser un marido y requiere un compromiso adicional. Este cambio afectará a las elecciones, el comportamiento y las prioridades del hombre en su vida cotidiana. Esto lleva tiempo; la paternidad es un papel en el que los hombres crecen gradualmente. La paternidad es verbo (“fathering”), no sustantivo. Padre es aquel que se ocupa del hijo, con el que crece y se identifica. El padre concede al hijo un sentimiento de seguridad y de alteridad frente a la madre.

El papel del padre no puede ser eliminado, ni desvalorizado, ni ignorado, ni tergiversado sin consecuencias negativas graves para el hombre que lo ocupa, para el hijo que lo necesita, para la mujer que lo complementa y, en general, para la familia y la entera sociedad. Diversos estudios muestran cómo la carencia de padre está en la base de la mayoría de los problemas sociales actuales más urgentes, desde la pobreza y la delincuencia, hasta el embarazo de adolescentes, abuso infantil y violencia doméstica.       Es importante que la mujer permita que los hombres colaboren sintiéndose respetados en sus pautas masculinas de actuación. Esto sin duda favorecerá su integración en la vida diaria, liberará a la mujer de muchas cargas y permitirá la presencia y protagonismo del padre en la crianza de los niños y labores del hogar, dando un importante ejemplo a los hijos y favoreciendo el equilibrio de la familia en la que ambos, hombre y mujer, padre y madre, cada uno a su manera, masculina y femenina, enriquecen la personalidad de los hijos.

Los padres pueden estimular a los hijos en ámbitos a los que las madres les cuesta más llegar y viceversa. El padre debe comportarse como un padre, no como una madre. Esto es algo que las mujeres deberían saber y tener claro antes de exigirles imposibles o recriminarles sus conductas en la crianza y educación de los hijos por ser poco femeninas o maternales.

En la educación típicamente paterna, existen un estilo masculino de educar y criar a los hijos en el que no está presente tanto la empatía y la afectividad, como el deseo de fortalecer al hijo para la superación de obstáculos y hacerle más fuerte ante el sufrimiento. Los padres aman a sus hijos con un amor difícil de comprender a veces, tanto para las madres, como para los propios hijos, porque no está separado del dolor y de la exigencia, el sentido de la prueba, de la aceptación de la culpa y del reconocimiento de la propia responsabilidad.
Nadie duda que las madres son insustituibles en la vida afectiva y emocional de los hijos, así como en su desarrollo físico y equilibrio personal, pero el listado de beneficios que proporciona un padre implicado en la educación y configuración de la personalidad de los hijos es asimismo considerable y bien diferente. La poderosa influencia de un padre sobre sus hijos es única e irremplazable. El estímulo paterno cambia la vida de los hijos.

La psicología del vínculo maternofilial ha sido ampliamente estudiada desde hace siglos, pero recientes investigaciones (Lamb, Greenberg, Morris, Lynn) han demostrado cómo los hijos establecen relaciones de apego con el padre tan fuertes como con la madre, y estos vínculos paternofiliales aportan consecuencias también muy beneficiosas. Diversidad de estudios demuestran una serie de diferencias cualitativas entre los niños que han crecido con o sin padre. Los niños que se han beneficiado de la presencia de un padre interesado en su vida académica, emocional y personal, tienen mayores cocientes intelectuales y mejor capacidad lingüística y cognitiva; son más sociables; tienen mayor autocontrol; sufren menos dificultades de comportamiento en la adolescencia; sacan mejores notas; son más líderes; tienen el autoestima más elevada; no suelen tener problemas con drogas o alcohol; desarrollan más empatía y sentimientos de compasión hacia los demás; son más sociables y cuando se casan tienen matrimonios más estables (Datos extraídos del National Center for Fathering; www.fathers.com ).

El padre del siglo XXI está lejos de la figura paterna autoritaria, machista y distante. El padre que está siempre fuera de casa y aporta el dinero, manteniendo cierta distancia emocional de los hijos, ha dejado de ser la norma.   El padre actual, que lucha por ejercer correctamente su función paterna, es pospatriarcal y posfeminista, nuevo y diferente, adaptado a las exigencias laborales y sociales del tiempo en el que vivimos, y al nuevo modelo de madre, en la mayoría de las ocasiones también incorporada al mundo laboral. No es ya únicamente el proveedor financiero sino mucho más. Un padre que entra en la médula del hogar y concilia vida familiar y profesional para que su mujer, en el pleno ejercicio de su libertad, pueda también disfrutar de ese equilibrio personal si así lo desea. Un padre capaz de examinar y cambiar sus prioridades, valores y compromisos cuando nace su primer hijo. Un padre que hace de la paternidad su absoluta prioridad en la vida. Un padre que no “colabora” como un mero asistente, sino que participa plenamente en un área que le pertenece en igualdad de condiciones con la mujer. El padre “nuevo” no rechaza en su totalidad la herencia del pasado, sino que incluye salvar lo valioso, que indudablemente había, atributos atemporales y universales propios de la masculinidad-paternidad, en su configuración.

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