Cuando la religión bordea el fanatismo puede convertirse fácilmente en un culto a la muerte desencadenando hechos trágicos, como los acaecidos en Jonestown
Por Arturo Alejandro Muñoz
Columnista Granvalparaiso.cl
El 18 de noviembre de 1978 la prensa mundial, con espanto, dio a conocer la trágica noticia del mayor suicidio colectivo en la era moderna; una verdadera hecatombe que acaparó las primeras planas de todos los noticieros del orbe, pues 913 personas se habían quitado la vida en un hecho sin precedentes en el mundo moderno.
Ello ocurrió en Guyana, en una localidad llamada Jonestown, donde se había levantado el Templo del Pueblo, cuyos seguidores provenían de los Estados Unidos y conformaban un obediente séquito del fundador de esa iglesia: Jim Jones.
Jones fundó el Templo del Pueblo en 1956, en Indianápolis (Estados Unidos), bajo un mensaje de igualdad y desprendimiento de los bienes materiales, en medio de la atribulada época de disputas raciales. Muy pronto vio crecer las listas de adeptos, compuestas en su mayoría por marginados, desequilibrados y gente de toda clase y condición, con la presencia de muchos individuos de raza negra.
En 1965 se trasladaron a California, cuando los que acudieron a la llamada del ‘iluminado’ eran ya miles y el negocio prosperó de forma imparable. Todos y cada uno de los que fueron admitidos debían entregar sus pertenencias materiales a la comunidad (o sea, a Jones). No obstante, las autoridades del Departamento del Tesoro de EEUU comenzaron a sospechar y solicitaron a los tribunales órdenes para investigar a Jones y al Templo del Pueblo. Algunos medios de prensa también publicaron sus dudas respecto de esa iglesia.
Pronto surgieron algunas tibias denuncias sobre irregularidades en las actividades de Jones, las que incluían evasión de impuestos. Ante estos incipientes hechos, el líder de la congregación de El Templo del Pueblo -el año 1977- instó a su congregación a hacer una última mudanza: a la paradisíaca jungla de Guyana, donde construyeron una ciudadela ubicada cerca de la frontera con Venezuela.
En aquel lugar a orillas de un río y rodeado de espesa selva, todos los miembros de la secta pensaron que por fin iban a encontrarse alejados de las molestas inspecciones norteamericanas.
La colonia agrícola fue bautizada con el nombre de ‘Jonestown’, en honor al ‘reverendo Jim’. Para algunos esa colonia era el paradigma de la felicidad multirracial, con pretensiones igualitarias y dominada por un cuarentón con enorme carisma, y no sólo fiable, sino también millonario y ligado a algunos políticos californianos.
Contaba entre sus amistades a Rosalyn Carter, la esposa de Jimmy Carter, ex – Presidente de Estados Unidos, y al legislador estatal Willie Brown, que fuera alcalde de California.
No obstante, se trataba de un hombre desquiciado, pues Jim Jones aseguraba a sus seguidores que él era la reencarnación de Jesucristo, Buda y Lenin…todos juntos en un solo cuerpo: el suyo.
Pero el Departamento del Tesoro no perdona ni abandona sus investigaciones cuando ellas apuntan a castigar la evasión de impuestos. Nuevos rumores provenientes de autoridades de Guyana llegaban a Estados Unidos, hasta que a instancias del mismo Departamento del Tesoro, el Congreso estadounidense, luego de recibir varias denuncias de desesperados padres cuyos hijos no regresaban desde Guyana, decidió enviar a Georgetown (capital de Guyana) a una comisión investigadora encabezada por el congresista Leo Ryan.
Este asunto provocó un enorme impacto negativo en Jim Jones, pues decidió llegar a los extremos instando a sus centenares de seguidores al interior de la granja agrícola a rechazar violentamente la visita del congresista. Fue así que Leo Ryan cayó abatido por puñetazos, pedradas y golpes de macana, para, finalmente, morir linchado por los fanáticos miembros de la secta, quienes habían llegado a un absoluto paroxismo colectivo ya que también asesinaron a dos periodistas que acompañaban al político norteamericano.
Al día siguiente de esos asesinatos, la idea del suicidio colectivo hizo carne en Jim Jones, pues era consciente del enorme castigo legal, moral y mediático que le esperaba. Por ello obligó a los miembros de la colonia a cometer “no un suicidio, sino un acto revolucionario”, según una grabación encontrada posteriormente en el lugar.
En bloques y tras preparar mezclas letales de diversas bebidas, los centenares de componentes de la secta ingirieron ceremoniosamente el mortal líquido. Así fueron muriendo sin remisión hombres, mujeres y niños.
Cuando llegó la Policía aquello era un inmenso cementerio al aire libre, en el que había cuerpos amontonados como vulgares sacos de papas, y al procederse al levantamiento de los cadáveres, para trasladarlos a Estados Unidos, se comprobó que había muchos cuerpos ocultos por otros, especialmente de niños.
Más de 150 cadáveres de niños menores de quince años fueron encontrados. Las primeras autopsias demostraron que la mayoría de las víctimas murieron al ingerir cianuro potásico mezclado con jugo de uvas, en una ceremonia de suicidio masivo que dirigió personalmente el reverendo Jim Jones.
Según informes de algunos supervivientes, no todas las víctimas tomaron el veneno de forma voluntaria, sino que se les obligó a ello. Los niños fueron los primeros en ser envenenados, bajo la supervisión de un médico y varias enfermeras, miembros de la secta y componentes de la ‘directiva’ que acompañaba siempre a Jones.
Cuando algunos miembros de El Templo del Pueblo comenzaron a gritar, al sentir los efectos del cianuro que acababan de beber, el reverendo Jones les señaló, con un megáfono, que «debéis morir con dignidad», según narró John Rhodes, quien pudo escapar a la masacre cuando el médico de la comunidad le mandó a buscar un fonendoscopio, momento que aprovechó para escapar ocultándose en la selva.
Los seguidores del reverendo Jones bebieron de un barril en el que se había mezclado jugo de uva con cianuro y diversos tranquilizantes. Cuando una mujer se opuso a la idea del suicidio colectivo y argumentó que la comunidad podría trasladarse a Cuba o la URSS, para evitar la persecución de las autoridades norteamericanas, se le obligó a callar con gritos de «traidora».
La secta dejó de existir después del drama. Decenas de sobrevivientes (que huyeron pocas horas antes de desatarse la tragedia) intentaron, a duras penas, reintegrarse en la sociedad norteamericana, lo que lograron solamente en parte ya que pesaban sobre ellos las “dudas, las acusaciones y la vergüenza”.
No obstante la existencia de mucha información respecto a Jim Jones y su secta, la llamada ‘tragedia de Guyana’ sigue siendo, hasta cierto punto, todo un misterio ya que según las grabaciones realizadas durante el suicidio colectivo -desclasificadas por el FBI- surge la sospecha razonable de la participación de la Central de Inteligencia Americana (CIA) en aquellos dramáticos acontecimientos.
El por qué y el para qué de esa posible intervención es la parte central del misterio…el cual no podrá ser dilucidado hasta el día en que la propia CIA desclasifique sus documentos relativos a este sangriento episodio.