Por Mariana Zegers Izquierdo
Secretaria
Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi
La muerte de Camilo Catrillanca nos llega desde el presente, nos llega desde el actuar del Comando Jungla y desde la decisión del gobierno de turno; un proceder que se construye al interior del poder político, respondiendo a la necesidad de darle tranquilidad al poder económico. Cualquiera que haga una rápida revisión de documentos, de los registros y las creaciones culturales, y hasta de los manoseados medios de comunicación, comprenderá que no nos enfrentamos solamente a una problemática coyuntural. Este no es sólo un dolor del presente, no solo refiere al actual proceder de la derecha, que en su lucha por “mantener el orden” militariza la Araucanía y resguarda la propiedad privada de unos pocos. Todos los gobiernos anteriores, la dictadura cívico militar y muchos de los gobiernos pre dictadura suman muertes y decisiones contra el pueblo mapuche a su haber -esto sin considerar a otras culturas presentes en el territorio-.
La sola revisión de la letra de la composición grabada por Violeta Parra entre 1961 y 1963 en París, Arauco tiene una pena, nos da cuenta de la larga data de este accionar del Estado de Chile: “Arauco tiene una pena, que no la puedo callar, son injusticias de siglos, que todos ven aplicar. Nadie le ha puesto remedio, pudiéndolo remediar”. La letra sigue con la misma claridad que hoy nos golpea: “Entonces corre la sangre, no sabe el indio qué hacer, le van a quitar su tierra, la tiene que defender. El indio se cae muerto, y el afuerino de pie”.
Pero la comprensión de este actuar y accionar que desde la cultura popular se expresa tan llanamente, también se evidencia desde su contraparte: el medio institucional del poder económico y político chileno, El Mercurio, que el 24 de marzo de 1859 señala en su editorial que “[…] Los hombres no nacieron para vivir inútilmente y como los animales selváticos, sin provecho del género humano; y una asociación de bárbaros tan bárbaros como los pampas o como los araucanos no es más que una horda de fieras, que es urgente encadenar o destruir en el interés de la humanidad y en el bien de la civilización […]”.
Esto que podría parecer increíble, ha tenido otras especiales interpretaciones, de cómo el Estado de Chile debe enfrentar -desde la perspectiva del poder- al ‘enemigo mapuche’. Un buen reflejo de dicho actuar se presenta en la dictadura cívico militar, cuando se adopta el Decreto Ley 2.568 del año 1979 sobre división y subdivisión de las tierras del pueblo mapuche. Este decreto sostenía que, “al momento de aplicarse la división de las tierras dejan ser indígenas las tierras y sus ocupantes”. La naturaleza de esa norma jurídica tenía por objeto eliminar jurídicamente la condición de ‘mapuche’. Norma que calza directamente con la definición de genocidio que estipula la Convención para la Prevención y Sanción del Crimen de Genocidio. A su vez, el mentado decreto divide en propiedades individuales los Títulos de Merced, generando una división interna en los territorios. Tal como señala en su libro Malón el historiador Fernando Pairicán, el pueblo mapuche “enfrentaba el desafío del quiebre final de su tejido social fundante: vivir en comunidad”. Es así como el pueblo mapuche se ve forzado a un proceso que Pairicán denomina de chilenización neoliberal. La liquidación de los Títulos de Merced se condice con esta modernización neoliberal que “͞necesitaba la atomización social, ya que las decisiones serían individuales”.
Otra perla de la dictadura fue la adopción del Decreto 701, actualmente vigente, que tiene por objeto el incentivo de las actividades forestales y que en términos prácticos tuvo por finalidad revocar jurídica y administrativamente el proceso de Reforma Agraria, y anular jurídicamente todas las tierras que se habían restituidos legalmente a favor de las comunidades mapuche mediante la Ley 17.729 del año 1972.
La actual ocupación policial de los territorios tampoco es un invento de la post dictadura y sus gobiernos; el Estado de Chile en 1860 tomó la decisión de ocupar militarmente el territorio mapuche hasta el año 1881. Esta ocupación significó la militarización del territorio, instalando destacamentos militares cada treinta kilómetros. En una extensión de ciento cincuenta kilómetros se instalaron cinco regimientos que todavía permanecen en el lugar: Temuco, Lautaro, Victoria, Traiguén y Angol.
A estos se pueden agregar muchos más hechos de vulneración de derechos y de atropellos contra el pueblo mapuche. Sólo por evocar los más recientes, podemos considerar las aplicaciones de Ley Antiterrorista, la proscripción del mapudungun en el sistema educacional chileno, el no cumplimiento del Estado de la Convención Internacional sobre Eliminación de la Discriminación de Todas las Formas de Discriminación Racial, el no reconocimiento de la autodeterminación del pueblo mapuche y al derecho de igualdad, el proyecto de Ley Araucanía de 2013 que buscaba entregar un bono compensatorio a los mapuches a cambio de no recibir las tierras que estaban reivindicando. La lista y la revisión de hechos se puede expandir y acrecentar con muchos más ejemplos y casos.
Es difícil referir a hechos tan extendidos, tan sangrientos y de tan larga data; los datos objetivos y la legislación nacional e internacional no bastan para dar cuenta de la dimensión del problema. Sin embargo, aportan al conocimiento y nos remiten al estado actual de las cosas.
Ante una historia centenaria de opresión y abuso, de exterminio y usurpación, los pueblos originarios han resistido. A todos estos atropellos, a todas estas asonadas estatales, el pueblo mapuche, y los otros pueblos originarios de este territorio denominado Chile, siguen expresando su oposición. Tal como dice la letra de la canción Indio hermano del fallecido integrante de Los Jaivas, Gato Alquinta:
“No cambiaré
mi destino es resistir
esta civilización
de poder y de ambición”.