Por Jorge Franco
La mayoría de los análisis políticos que se han difundido a través de los medios tras los escrutinios del plebiscito constitucional del 17 de diciembre evidencian la superficialidad y desorientación que suelen hacer presa tanto de las cúpulas partidarias enquistadas en el Parlamento como de los presuntos expertos académicos ante los aparentemente sorprendentes movimientos pendulares de los resultados electorales más recientes.
En efecto, lo que más se escucha ahora es interpretar tales movimientos como una expresión del deseo ciudadano de evitar los extremos y de su presunta aspiración a que las cúpulas políticas se allanen a lograr amplios y razonables consensos sobre la mejor manera de encarar los graves problemas que hoy afectan a la población. Algunos han llegado incluso a sostener que la población aspira a un pronto fortalecimiento del llamado “centro político”.
Sin embargo esas explicaciones no se condicen con la persistente debacle que han conocido en las consultas electorales de los últimos años precisamente las moderadas fuerzas del susodicho centro político, tradicionalmente sumisas ante los poderes fácticos que imperan en el país y más allá de éste. Ni tampoco resultan ser consistentes con los bandazos, aparentemente ideológicos, dados por la ciudadanía a izquierda y derecha.
En rigor, es de un elemental realismo político el constatar que, aunque un cierto porcentaje de los electores tiene ya una definición política e ideológica más o menos clara, una gran mayoría de ellos, o en todo caso suficientemente significativa como para definir el resultado de una elección, no define su voto por una identificación con las opciones políticas en disputa, sino por consideraciones enteramente prácticas asociadas a sus preocupaciones por los problemas que la angustiosa realidad social del presente les impone en su diario vivir.
En consecuencia, lo que se expresa a través de estos resultados, suministrando una clave explicativa de los mismos, es el profundo descontento social existente en el país, así como la enorme desafección de la mayoría ciudadana ante la generalidad de las cúpulas políticas que, salvo excepciones, se muestran siempre celosas en la defensa de sus obscenos privilegios pero completamente indolentes ante los graves problemas que agobian a la mayor parte de la población.
Ese descontento social que explotó en octubre de 2019, movilizando en todo el país a millones de personas –y que la derecha se empecina en ignorar, calificando con despecho dicho estallido como meramente “delictual”–, cobró una primera expresión electoral en el plebiscito del 25 de octubre del 2020, cuando un 80% de quienes concurrieron a las urnas manifestó su deseo de que se sustituyese la ilegítima Constitución de Pinochet por una nueva y que el organismo que la redactase fuese 100% electo.
Sin embargo, como lo han evidenciado los bandazos ulteriores, se trata de un descontento social que aún no logra adquirir una clara y definida expresión política mayoritaria sino que, ante las reiteradas frustraciones acumuladas, se ha manifestado espasmódicamente de un modo reactivo, animado ante todo de una profunda y transversal desconfianza hacia la llamada “clase política”. De allí sus oscilaciones pendulares.
Ese mismo descontento es lo que expresó también parcialmente el significativo e insólito número de más de dos millones de votos nulos en la elección de “consejeros constitucionales” el 7 de mayo pasado, en claro rechazo a la manera en que las cúpulas políticas habían cocinado alegremente una vía del todo espuria para abordar la redacción de una nueva Constitución Política, manteniendo una vez más en interdicción para tales efectos al único titular legítimo de la soberanía popular que es el propio pueblo sin ningún tipo de tutelaje.
Incapaces de reconocer el descrédito en que han caído, los voceros de las fracasadas cúpulas políticas se entretienen inventando ahora “soluciones” que son del agrado de las fuerzas más conservadoras. Culpan a la fragmentación del sistema político de la dificultad para lograr los consensos que reclamaría la población. Sin embargo, la inoperancia del sistema político para satisfacer las expectativas de la población no se debe ni a la fragmentación de la representación parlamentaria, la falta de acuerdos o al número excesivo de diputados sino al peso que detentan los intereses de los poderes fácticos sobre el accionar de las propias cúpulas políticas.
Si realmente se quisiese tornar eficaz la acción gubernativa, abaratar el sistema político y mejorar su sintonía con la ciudadanía bastaría proponerse establecer un régimen parlamentario que permitiera constituir gobiernos con real apoyo legislativo, eliminar esa institución señorial de contención de los cambios que es el Senado, que solo encarece y obstaculiza el trámite legislativo, mejorar efectivamente la representatividad del parlamento, distorsionada por la actual ley electoral, y rebajar sustancialmente la hoy escandalosamente alta dieta de sus miembros.
Sin embargo, los planteos de las cúpulas políticas se orientan en la dirección contraria, añorando restablecer de hecho el antidemocrático sistema electoral binominal. Algunos llegan a sostener con total desfachatez que el rechazo del texto constitucional elaborado por la ultraderecha legitima la constitución de Pinochet. Pero se pasa por alto que la legitimidad de un sistema político institucional solo la puede otorgar el respaldo que éste logre alcanzar en la ciudadanía. Por el contrario, la existencia de una profunda desafección ciudadana, como la que hoy existe en Chile, objetivamente le resta legitimidad, con total independencia de lo que pueda pensar o decir cualquier actor político.
En cuanto a las perspectivas, lo cierto es que el proceso abierto con la rebelión popular de 2019 no está aún en modo alguno superado porque las causas que la provocaron siguen estando presentes, aun cuando el profundo descontento social no encuentre todavía una forma de expresión política coherente. La desorientación de parte importante de la ciudadanía sigue siendo importante, entre otros factores por la rápida y enorme frustración de las expectativas que muchos se hicieron en las promesas y el accionar de la nueva generación que accedió al gobierno agrupada tras la bandera del Frente Amplio.
En consecuencia, habrá que continuar bregando por reagrupar a las fuerzas políticas anticapitalistas a fin de constituir un liderazgo capaz de encauzar el descontento popular hacia una salida efectivamente acorde a los intereses, derechos y aspiraciones del pueblo trabajador. Una salida que en el plano jurídico-político necesariamente pasa por la convocatoria a una Asamblea Constituyente, plenamente democrática y soberana.