El reciente escándalo que envuelve a Marcela Cubillos y su remuneración en la Universidad San Sebastián (USS) no solo sacude las bases de la ética académica, sino que también nos invita a reflexionar sobre el verdadero significado del aporte universitario en un contexto donde el dinero público se inyecta en instituciones privadas. La cifra es asombrosa: 17 millones de pesos brutos mensuales, una cantidad que supera ampliamente el salario de rectores en universidades públicas y que plantea una inquietante pregunta: ¿es el salario un reflejo del valor académico, o estamos ante un caso de opulencia injustificada?
El problema no es solamente la cifra en sí, sino la percepción de una desconexión entre la magnitud del sueldo y el aporte efectivo de la exministra a la universidad. Cubillos, que según sus declaraciones trabajó en investigación y docencia, ha sido acusada de no haber impartido clases de manera regular, e incluso de recibir este jugoso salario mientras residía en Madrid, acompañando a su esposo en funciones diplomáticas(El Dínamo). Ante estas circunstancias, surge la sospecha de que su rol académico no fue más que una fachada para recibir un ingreso elevado sin cumplir con responsabilidades claras.
Lo que agrava esta situación es el hecho de que la USS recibe cuantiosos aportes estatales a través del Crédito con Aval del Estado (CAE), un mecanismo diseñado para facilitar el acceso a la educación superior, no para enriquecer a un puñado de figuras políticas. Desde el año 2005, la universidad ha recibido más de 800 millones de pesos provenientes de este fondo público(La Cuarta). Esto impone una doble responsabilidad: no solo la universidad debe justificar el uso de estos recursos, sino que el Estado está obligado a fiscalizar cómo se emplean los fondos públicos, particularmente cuando la educación en Chile sigue siendo un área crítica y con grandes desafíos.
Este caso no es aislado, sino que refleja una tendencia en que las instituciones privadas, muchas veces dependientes del financiamiento público, operan bajo una lógica de mercado que prioriza la ganancia por sobre la calidad educativa y el compromiso académico. El concepto de “sala de espera entre campañas electorales”, que ha sido utilizado para describir la relación entre políticos y algunas universidades privadas, es una acusación gravísima que nos lleva a cuestionar la verdadera función de estas instituciones(El Dínamo). ¿Es posible que estemos utilizando el dinero público para sostener a figuras que, lejos de aportar a la educación, encuentran en la academia un refugio económico?
En un país donde el acceso a la educación sigue siendo una de las principales luchas sociales, resulta fundamental que las instituciones que se benefician del erario público sean escrutadas con rigor. La transparencia en los salarios, las contrataciones y los aportes académicos debe ser una prioridad, no solo por respeto a los contribuyentes, sino por responsabilidad hacia los estudiantes que confían en el sistema educativo.
El sueldo de Cubillos es un síntoma de un mal más profundo. En un sistema que debería estar diseñado para formar ciudadanos críticos y capacitados, no podemos permitirnos que las universidades se conviertan en trampolines políticos o en nichos de lujo. Si se espera que la educación sea un motor de desarrollo, debemos exigir que cada peso invertido en ella rinda frutos en forma de conocimientos, investigación y compromiso social. Todo lo demás, es una distorsión que traiciona el propósito fundamental de la academia.
Al final, el debate no es solo sobre el sueldo de una persona, sino sobre cómo queremos que funcione nuestra educación superior y quiénes deben beneficiarse realmente de los fondos públicos. La respuesta parece clara: no los bolsillos privados, sino el bien común.