Dr. Franco Lotito C. – www.aurigaservicios.cl
Conferencista, escritor e investigador (PUC)
“Las personas no envejecen cuando se les arruga la piel, sino que cuando se les arrugan sus sueños y sus esperanzas”.
A raíz de que el día 15 de junio de cada año se conmemora el “Día Mundial de Toma de Conciencia del Abuso y Maltrato en la Vejez”, recordemos –y tengamos muy presente– una primera cosa, a saber, que todos nosotros, lo queramos aceptar o no, llegaremos a la vejez o a la etapa del adulto mayor. Por lo tanto… ¿no sería este el momento preciso de comenzar a cambiar esa actitud de indiferencia, desidia e ingratitud hacia nuestros adultos mayores?
Si hay un rasgo que distingue a una parte importante de la especie humana, ese es su egoísmo y su tendencia a la ingratitud e indiferencia. Y si hay un grupo enorme de personas con las cuales estamos siendo ingratos, egoístas e indiferentes, ese grupo corresponde a las personas de la tercera edad. O como es preferible decir: adultos mayores.
Este grupo constituye un enorme y numeroso contingente de personas que están repartidas por todo el mundo, en relación con las cuales es posible advertir que tienen una característica en común: una parte significativa de estos adultos mayores vive en condiciones precarias, indignas y de pobreza, con pensiones que podemos catalogar –sin mucho espacio para las dudas– de miserables y de hambre, que viven a menudo abandonados a su suerte, con enfermedades crónicas e irreversibles, viviendo su día a día en soledad y con desesperanza, al grado tal, que de acuerdo con un estudio de la Pontificia Universidad Católica de Chile, las personas mayores de 80 años tienen la tasa de suicidio más alta del país: 17,7 por cada 100 mil habitantes, seguida de muy cerca por el grupo entre 70 y 79 años con 15,4.
En el ámbito del Derecho y, específicamente, en la Constitución y el Código Penal de todos los países, la vida de las personas se halla consagrada como el “bien jurídico más importante” de todos. Sin embargo, pareciera que fuera solo letra muerta, o en el mejor de los casos, la frase fuera válida para cierto grupo de personas, pero no para otros.
¿Por qué razón digo esto? Pues, porque resulta un tanto curioso el hecho que los medios de comunicación “valoran” –noticiosamente, se entiende– más la muerte de una persona joven que el suicidio de una persona adulta mayor.
Una explicación para este desbalance noticioso, podría ser la idolatría exagerada que le damos a la juventud, con lo cual, pareciera que nos olvidamos que la tragedia que representa la pérdida de la vida de una persona mayor, es tan importante como la del joven: la del primero, porque se pierde un montón de conocimientos, experiencia y sabiduría que todavía podría entregar este adulto mayor a la sociedad, en tanto que el segundo, por no haber podido desarrollar, vivir y entregar a esta misma sociedad todo el potencial contenido en su persona.
Pareciera, asimismo, que la sociedad se comportara ante estos dos “tipos de muerte de una manera economicista”, es decir, poniendo en la balanza el “principio del costo de oportunidad” versus el “principio del costo hundido”, en que el primero alude al alto costo en el que incurre la sociedad cuando no es capaz de prevenir la muerte de una persona joven –por la pérdida de productividad futura que ello implica para la sociedad–, en tanto que el segundo principio, hace alusión a aquellos costos retrospectivos en los cuales se incurrió en el pasado y que no pueden ser recuperados.
Cada cierto tiempo nos enteramos a través de las noticias acerca del caso dramático de una pareja de ancianos que muere de inanición –o si usted lo prefiere, de hambre–, o de otra pareja afectada de cáncer que vivía sola, en precarias condiciones y con una pensión miserable, la cual, finalmente, opta por el suicidio.
Alguien se preguntará… ¿y qué tiene que ver la ingratitud y la indiferencia de nuestra sociedad con los adultos mayores? Muy simple: el bienestar que está disfrutando, hoy en día, una parte importante de la población se debe, justamente, a ese contingente de adultos mayores que, en su momento, se deslomó trabajando y se sacrificó para hacer del país una mejor nación.
Y… ¿cuál ha sido el pago del Estado y de la sociedad civil hacia estas personas?Pues observar indiferentes, cómo miles de ellos deben ir a recoger los rastrojos que dejan los feriantes con el fin de poner algo a cocinar en la olla, mirar de lejos cómo sobreviven ante la falta de dinero y de atención médica oportuna, en definitiva, observar pasivamente cómo deben llevar una vida indigna e inmerecida en la parte final de sus vidas, es decir, cuando más necesitan de toda nuestra atención, cuidado, respeto y gratitud.
Ni siquiera quiero entrar a analizar los grandes abusos que, demasiado a menudo, se cometen en contra de miles de adultos mayores, ya sea, en pseudo “hogares de ancianos” administrados por sujetos inescrupulosos que no tienen empacho ni vergüenza alguna en engañar económicamente a estos adultos mayores al obligarlos a vivir en condiciones que sólo podrían describirse como infrahumanas y no propias del siglo XXI, o bien, a causa del trato abusivo que reciben por parte de algunos de sus propios familiares, quienes se aprovechan de sus pensiones y bienes personales, además de propinarles una serie de malos tratos físicos y psicológicos.