Por Wilson Tapia
“Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”. Esta frase, del científico alemán Georg Christoph Lichtenberg (1742 – 1799), se pone de moda cada cierto tiempo. Ocurre cuando las instituciones humanas bajan su nivel de credibilidad, se desvalorizan, por acciones de quienes las manejan. Hoy, Lichtenberg vuelve al escenario.
Lo que se está viviendo en numerosos países es la respuesta ciudadana a un manejo irresponsable, irrespetuoso y abusivo, de los engranajes que creó la sociedad para llevar adelante una convivencia pacífica. El poder, de cualquier tipo, está sobrepasando los límites. No se trata sólo de la política. Los ciudadanos también son esquilmados sin asco en diferentes rubros esenciales. Salud -atención y medicamentos -, alimentación, vestuario, educación, cuidados a la vejez, son muestra de ello. Y nosotros hemos comenzado a vivir en directo lo que es el abuso de organismos creados para la seguridad. Los desfalcos multimillonarios en el Ejército, en Carabineros, el abuso de organismos de inteligencia, la desfachatez de las entidades destinadas a impartir justicia, dibujan un panorama sombrío. Las consecuencias ya se están viendo.
Las palabras de Lichtemberg se pueden comprobar en diversas poblaciones y barrios del país. En muchas de ellas, las normas que debieran imponer las instituciones del gobierno central han sido sobrepasadas. Allí impera la ley de la violencia: la del más fuerte. La droga y el poder que da el dinero de su comercialización, no sólo han hecho que se pierda el respeto. Han diseñado otro tipo de relación entre los habitantes.
Esta es una realidad que se ve con mayor frecuencia en naciones de desarrollo precario o subdesarrolladas, aunque en algunos Estados ricos también está presente. En América Latina es un fenómeno reiterado. Y en países como Brasil, México o Colombia, los abusos -a menudo criminales- son ocultados por el sistema judicial y/o por una policía o fuerza militar corruptas. En todo lo cual tienen directa injerencia el poder económico y el poder político.
En varias de las naciones del continente las más altas estructuras del sistema se coluden para ocultar actos delictuales. Recientemente, el presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski, evitó ser destituido, por faltas éticas incompatibles con el cargo, gracias al indulto que otorgó al ex Presidente Alberto Fujimori, encarcelado por delitos contra los Derechos Humanos. En Paraguay, el Poder Judicial está permanentemente en entredicho. En Argentina, la corrupción ha llegado a niveles en que se hace difícil ocultar. En Bolivia, el presidente Evo Morales insiste en competir por un cuarto mandato, pese a que la Constitución se lo prohíbe. Y, como si eso fuera poco, un plebiscito llamado para que la ciudadanía lo autorizara, dio una mayoría contraria a sus deseos. En América Central, las dificultades para mantener las estructuras democráticas en Guatemala, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Panamá, son conocidas. Los avatares de Venezuela, sin embargo, parecen ser el tema preferido de los medios de comunicación. Su orientación contraria a la visión de Washington hace que la prensa continental informe con profusión sobre su acontecer real o artificial.
En Estados Unidos, las protestas de la ciudadanía son reiteradas. Ahora la presión contra la venta indiscriminada de armas ha aumentado. Y, de paso, ha dejado al descubierto una extensa maraña de relaciones político-económicas alrededor de este lucrativo negocio.
En Chile, también los cuestionamientos surgen día a día. Al desaforado senador de la Unión Demócrata Independiente (UDI) Jaime Orpis Bouchon, se le acaba de pedir una pena de 21 años de presidio: por cohecho (6), delitos tributarios (3) y fraude al fisco reiterado (12). Orpis fue diputado y senador desde 1990 a 2016, año en que se le desaforó por recibir pagos ilegales de la empresa Corpesca -del grupo Angelini-, a la que beneficiaba con sus decisiones en el Senado. Otro ex senador de la UDI, Jovino Novoa, se encuentra condenado a tres años de presidio con pena remitida por delitos tributarios.
El descrédito de la política crece día a día. Las razones son diversas. En el caso de la administración chilena que acaba de terminar, la encabezada por Michelle Bachelet, si al comienzo hubo errores en las comunicaciones, al final la presidenta parece haber querido alcanzar el mayor reconocimiento posible. Y si bien tal aspiración no es cuestionable, los medios por los que se la pretende lograr deben estar libres de cualquier duda. No fue así. Los proyectos que, a última hora, presentó para aparentar dar cumplimiento con compromisos de campaña, parecieron más una burla que un sólido intento por hacer honor a la palabra empeñada.
La señora Bachelet se va con saldos deudores que no hacen bien a la solidez democrática ni a la limpieza de la política. Se equivocó al mentir que se había enterado por los medios de comunicación de los trajines de su hijo en el caso Caval. Una equivocación que se le puede aceptar a una madre. Pero no debería haber insistido en esa prescindencia de que hacía gala respecto de los problemas que enfrentaba su administración. Si el estancamiento del cierre de la cárcel Punta Peuco fue resultado de una insubordinación de su ministro de Justicia, Jaime Campos, debió haber hecho algo, aunque fueran los últimos días de su mandato. Por lo demás, los gestos altaneros de Campos, muchos de ellos equivocados no sólo por la altanería, se dieron durante todo su mandato. Y Bachelet guardó silencio. Tampoco agrega eslabones de orgullo a lo que fue su presidencia el intento de nombrar notario a un fiscal que encabezó la investigación contra su hijo y su nuera en el caso Caval. Un espectáculo lamentable.
Lichtenberg tiene razón.