Dr. Franco Lotito C. – www.aurigaservicios.cl
Docente e Investigador (UACh)
Alguien escribió alguna vez, que la ignorancia no podía ser perdonada… solamente podía ser curada. Y la sola idea, de habitar en un mundo lleno de ciegos voluntarios y de ignorantes por opción personal –en el caso de algunos países, incluso son regidos por varios de ellos– sacude la mente y estremece el alma. Igualmente, pensar en el peligro mortal que tal situación encierra para todos nosotros, indistinto del país en que se viva, no deja de ser una perspectiva sobrecogedora y que genera mucha incertidumbre, estrés y tensión emocional.
La realidad nos muestra, que un determinado político –hipócrita, ignorante y displicente, pero con mucho poder–, puede convertirse en una cruda y real amenaza para el bienestar y la salud mental de la mayoría de aquellos que lo rodean (incluyendo a todos los ciudadanos de su propio país que lo eligieron).
La razón es muy simple: el poder –ya sea de tipo político, económico, religioso, militar– que tienen algunos de estos sujetos en sus manos, les permite pisotear y pasar fácilmente por encima de la opinión pública, o por encima de la opinión discrepante del ciudadano común, sintiéndose autorizados para lanzar amenazas a destajo, utilizar discursos incendiarios, y declarar –como muchas veces ha sucedido– la guerra a medio mundo, en especial, cuando la situación económica, la realidad social y el estado de la política interna comienzan a derrumbarse, debilitando sus propias posiciones de poder.
En estos casos, las estrategias que usan estos individuos son siempre las mismas: lo primero, es gritar a los cuatro vientos que son blancas palomas y que ellos son “inocentes” de todo acto delincuencial o corrupto que se les imputa, y que defenderán su “honra e inocencia” en los tribunales de justicia hasta las últimas consecuencias.
La segunda estrategia, es buscar un chivo expiatorio contra el cual alinear y apuntar todas las fuerzas unificadas ante este nuevo objetivo –que puede ser: (a) un supuesto país “enemigo”, (b) la oposición, (c) un segmento económico, (d) otra ideología política, (e) un grupo social distinto, (f) otra etnia o raza, etcétera–, con el burdo propósito de distraer –al menos por un tiempo–, la atención de la población sobre asuntos importantes que la afectan, y que constituyen motivos fundados de gran disgusto y enojo para dicha población.
Por otro lado –como muy inteligentemente lo expresara el gran escritor peruano Mario Vargas Llosa–, a muchas personas que usan apropiadamente sus células grises, les resulta una verdadera afrenta personal y una gran fuente de rabia e indignación, ver, a algunos de estos sujetos reflejados casi a la perfección en buena parte de la propia clase gobernante del país, que incluye a diputados, senadores, jueces, ministros, generales, grandes empresarios, líderes religiosos y sindicales, y, en muchas ocasiones, en la figura máxima de un país –presidentes, reyes, primeros ministros, dictadores–, dando increíbles “vueltas de carnero” de tipo político, social y económico, mostrando, todos ellos –con gran despliegue de medios informativos– una llamativa mediocridad, un discurso retórico y agitador, un admirable nivel de corrupción e incompetencia, una gran avidez y codicia, haciendo gala, además, de una indiferencia e ineptitud personal casi temeraria, y aún así, cada uno de ellos muy bien dispuestos a cuidarse las espaldas unos a otros en el minuto mismo que ven peligrar sus privilegios de ciudadanos de primera clase (a pesar de los supuestos “odios ideológicos partidistas” y otras hierbas que, de cuando en cuando, suelen traer a colación), y, finalmente, a sacrificar todo y a todos, con tal de resguardar sus feudos particulares, así como sus mezquinas y cómodas cuotas de poder mal habidas.
Tanto es así, que Gianmaria Fara, Director del Centro Sociológico Eurispes en Italia, habla derechamente de “países secuestrados y prisioneros” de su clase política. Una clase política que “aumenta su propio poder y su propia capacidad de control de la sociedad en términos inversamente proporcionales a su autoridad, credibilidad y consenso: cuanto más pierde la consideración de sus ciudadanos, más extiende su poder”, nos dice Fara, incrementando, de esta forma, los factores estresores, de inseguridad y la desconfianza básica de la ciudadanía hacia dicha clase política. De la lectura del párrafo anterior pareciera que Gianmaria Fara estuviera describiendo a Chile con la minuciosidad de un avezado observador.
Baste pensar en la desazón, estado de indefensión y fuertes sentimientos de estrés que significa para un padre o una madre preocupada, darse cuenta, que ellos no están (ni estarán a futuro) en condiciones de poder educar, alimentar y vestir adecuadamente a sus hijos. Ver con impotencia y desesperación cómo se enferma (y también muere su niño, tal como lo hemos visto en muchos casos en nuestro país), porque no tienen el trabajo ni los medios económicos suficientes que les permitan acceder a mejores prestaciones de salud (o de alimentación, justicia y educación). Es así, que los juegos hipócritas de algunas personas, que se autoproclaman a sí mismas como los “líderes del cambio, la blancura y la justicia”, y que se erigen en referentes morales, políticos y religiosos de un país, o simplemente en acusadores y supuestos representantes y “defensores” de la ciudadanía, pueden, con sus actitudes, provocar mucho más daño, que a través de asestar un golpe seco y directo a la quijada de una persona.
Recordemos brevemente, que la hipocresía, como concepto, alude a aquellos sujetos que fingen virtudes y sentimientos que no tienen, o que, simplemente, no están presentes en su naturaleza.
Por lo tanto, nosotros debemos aprender a hacer mejores elecciones de todo tipo. Debemos, en definitiva, aprender que muchas cosas pueden cambiar, si en forma seria y comprometida, ponemos nuestro esfuerzo y voluntad personal para que aquello así acontezca. No se puede y no se debe seguir cayendo en la ceguera selectiva frente a las mentiras, la incompetencia, la ignorancia, la mediocridad, la inequidad o las oleadas de corrupción generalizada que nos toca ver y experimentar una y otra vez. Tampoco aceptarlas. Ni como personas, ni como sociedad.
Por otra parte, esperar que sean siempre los otros, quienes deben dar las primeras señales de reacción (aprovechando así, que, “de paso”, nos arreglen también nuestros asuntos personales), o pensar, que es a los demás, a quienes les corresponde hacer los primeros intentos concretos para cambiar estas desalentadoras realidades (incluyendo las propias), puede ser una fuente de gran frustración y desencanto. El tic del “cogote mirando al otro”, a veces, simplemente no funciona.
Tampoco podemos aceptar como válida, la afirmación atribuida a Niccoló Machiavelli, que plantea, que para muchos actos y conductas que emite el ser humano el “fin (siempre) justifica los medios”. Esta interpretación, como bien lo sabemos, no es correcta, y tampoco puede ser validada a través de nuestro propio comportamiento.
Si comenzamos a aceptar, por ejemplo, el uso de medios ilegales e ilegítimos como una forma de alcanzar objetivos y metas que pudieran ser consideradas como deseables y “loables” –para nosotros mismos u otros–, entonces, habremos puesto, con certeza, la primera piedra que cimenta y avala la corruptela y el desajuste personal y social, la que llevará invariablemente, a que ciertas personas y grupos de poder (político y económico) busquen aferrarse a sus cargos, auto perpetuándose en sus posiciones de autoridad a cualquier costo y precio, en desmedro, tanto del ciudadano común y corriente, como del bienestar de la comunidad y del trabajador individual que desea hacer las cosas en forma adecuada y correcta. Y eso le puede suceder a cualquiera de nosotros. Nadie está libre.
Ya lo decía Marco Tulio Cicerón, el gran orador, político y pensador romano, hace más de dos mil años atrás, al plantear que era una mera ilusión pensar que el “avance” individual se consigue simplemente aplastando a los demás seres humanos.
Por lo tanto, tengamos siempre presente, que ésta es, por cierto, una desconcertante y muy usada conducta por parte de la clase política contemporánea, y se denomina “aplastar al enemigo”, aún cuando este supuesto “enemigo” sea el mismo ciudadano que lo eligió.
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Es cosa de observar a nuestra clase política para determinar con facilidad y precisión que la hipocresía se ha convertido en su “otro yo”, es decir, un rasgo de carácter difícil de eliminar y que a estas alturas se ha diseminado por todo el conglomerado político de manera “transversal”: hoy en día, da exactamente lo mismo ser de izquierda que ser de derecha, por cuanto, hipocresía, manipulación, mentira y corrupción son compartidos “democráticamente” por nuestros representantes de gobierno y sus acólitos: los (des)honorables diputados, senadores y partidos políticos, en general.¡Triste realidad!
“¿Tahures o expertos jugadores de cartas?”
El mundo actual está plagado de personas que ostentan todo tipo de poder (el poder máximo de las cosas en diferentes ámbitos: político, económico, religioso, militar) y para alcanzarlo están dispuestos hacer de todo. Un claro ejemplo de ello son los actores políticos que conforman la sociedad actual. Para lograr ser elegidos, utilizan estrategias poderosas, tales como: las numerosas herramientas de persuasión que existen (textos escritos por expertos en la materia), su encanto personal, su buena oratoria utilizando discursos de contenido populista y llenos de promesas milagrosas que gustan y suenan bonitas, participando en bailes en cuanto acto los invitan, participando de ceremonias o haciéndose presente en lugares donde se han producido catástrofes… siempre que sean seguidas por los medios de comunicación (prensa, radio, televisión), haciendo denuncias en “nombre” de los afectados, querellándose en los tribunales de justicia, haciendo loby, marqueteándose (pagan a asesores de imagen para llegar mejor a la gente) etc.
Todas estas actuaciones sólo poseen un fin, éste es el ser elegidos por las masas para obtener un puesto que les sirva para “arreglarse los bigotes”, obtener un sueldo millonario en forma fácil, obtener una serie de beneficios y privilegios que el común de los mortales no tenemos y tener en sus manos un enorme poder con el que pueden cambiar en forma positiva o negativa los destinos de un pueblo, un grupo religioso, una institución castrense, etc.
Pero lo que más desanima y frustra, es que son las propias personas las que eligen a estos actores. Son las propias personas que conforman la sociedad las que se dejan seducir por sus “encantos”, buena oratoria y el marketing empleado por estos sujetos para conseguir su voto. Son las mismas personas las que vuelven a dar su voto, una y otra vez, a los mismos candidatos que se perpetuán en sus puestos por décadas. Son las mismas personas, quienes le siguen dando poder y autoridad a estos eternos candidatos. Por dios que mal se elige a veces, pero qué le vamos hacer. Si históricamente siempre ha sido así. O… ¿quién creen ustedes que eligió y le dio el puesto de Führer (líder) en el “Tercer Reich” de la Alemania nazi a Adolf Hitler?
Efectivamente VAMZ, al parecer, nuestros gobernantes y nuestra clase política se han convertido en perfectos tahúres que gustan de hacer trampas y trabajar con el doble estándar. Públicamente rasgan vestiduras ante la ciudadanía proclamando a los cuatro vientos su inocencia y “transparencia”, pero en privado y a espaldas de la gente no cesan de reírse de aquellos ciudadanos que los han elegido para que trabajen en su favor, para que mejoren las condiciones del país (educación, salud, economía) y mejoren su calidad de vida. En lugar de eso mienten, manipulan, abusan de su poder y de sus privilegios a destajo. Por supuesto que también somos responsables de seguir eligiendo a una caterva de sujetos sinvergüenzas, incompetentes y, más encima, corruptos. Y eso deberemos cambiarlo y muy pronto, si no queremos terminar con un país o “estado fallido”.