Por Wilson Tapia Villalobos
No sé qué pensará la presidenta Michelle Bachelet de las despedidas. Me imagino que estimará que los cierres de capítulo tienen que cumplir con ciertos requisitos. No sólo los formales. Los que acaparan emociones, seguramente le serán especiales como lo son para cada ser humano. Pero cuando se trata de una autoridad que ha regido los destinos de un país, tal vez las cosas se complican. El peso de la historia posiblemente se siente sobre los hombros. Y allí, imagino, aparece esa soledad que trae consigo el poder. Ese momento de revisión profunda en que habrá que preguntarse si los sueños se cumplieron. Si los valores que animaron el proceso político personal y que, en muchos momentos le dieron sentido a su vida, salieron y se plasmaron en iniciativas bien asentadas. Si el ejercicio del poder, del cual se despide, sirvió para crear caminos que llevaran a un mundo mejor.
Seguramente, la historia le reconocerá a Bachelet el haberse atrevido a llevar a cabo reformas en áreas esenciales. Es posible que se llegue a la conclusión que después de su mandato los tributos fueron levemente más justos. Que los ricos aportaron algo más. No mucho más, pero algo más. Que la educación dejó de ser solo un negocio y volvió a ser, en parte -sólo en parte-, un derecho ciudadano. Que se hicieron esfuerzos porque la salud llegara también a los chilenos más pobres, la mayoría del país. Que las mujeres se acercaron un paso a un trato más igualitario. Que, además, lograron recuperar algo del derecho sobre su cuerpo, que siempre debieron tener. Que gracias a sus iniciativas, hombres y mujeres dejaron de avergonzarse de su verdadera identidad sexual. Que las madres pudieron otorgarles mayor atención a sus hijos pequeños. Que la primera infancia contara con más lugares especializados en que recibiera atención adecuada.
Todo eso no se podrá desconocer. Pero habrá muchos que se preguntarán ¿por qué no dio otros pasos? ¿Por qué no terminó definitivamente con la Constitución Política que dejó la dictadura del general Pinochet? ¿Por qué no acabó con la nociva influencia económica y política de testaferros del dictador, como su ex yerno, Julio César Ponce Lerou (72)? ¿Por qué aceptó que se le premiara con un acuerdo fiscal que permite legalizar la mal habida explotación del litio? ¿Por qué alineó a Chile con los gobiernos más conservadores y retardatarios del continente?
Y allí comenzará el verdadero enjuiciamiento de la presidenta Bachelet.
Una de las dudas que asaltarán a los historiadores apuntará hacia su don de mando. ¿Mandaba realmente la presidenta? Se afirma que su carácter es fuerte y en él, cuando se trataba de actos de gobierno, imperaba la desconfianza. Pero no se aclara si es que estaba decidida a llevar adelante sus ideas y dejar que las ejecutaran personajes de su confianza. Si este último fuera el caso, con justicia se querrá saber ¿hasta qué punto su canciller tenía autonomía? O si la creatividad de su ministro de Justicia no la sonrojaba.
En el caso de Heraldo Benjamín Muñoz (69), se sabe de una gran amistad entre ambos. La que se habría cimentado en los años en que la presidenta tuvo relación con las Naciones Unidas y, especialmente, mientras fue la primera encargada de ONU Mujeres y Muñoz se asentaba en distintos cargos de organismos internacionales. Ideológicamente, parecían estar cercanos. La presidenta, socialista con larga y coherente trayectoria. Muñoz izquierdista desde su más tierna juventud. Sin embargo, con los años pareciera haber encontrado un derrotero menos incisivo, más cómodo y con mejores réditos, como tantos otros líderes nacionales y mundiales (Ricardo Lagos, Felipe González, etc.): es militante del Partido por la Democracia (PPD). Claro, Muñoz aún no ha llegado al extremo del que será su sucesor en la cancillería, el ex comunista Roberto Ampuero (65). Pero su línea ideológica ha experimentado un salto abrupto. Sin duda, hoy Muñoz es uno de los más eficiente propaladores de las políticas de Washington en América Latina. Y ese es un título que no debe desconocerse, sobre todo en la era Trump.
¿Comparte tal convicción la presidenta Bachelet? Si la respuesta es afirmativa, no lo hizo pública en ningún momento. Si la respuesta es negativa ¿Dónde se pudo ver su mando en la política exterior de su gobierno? Ambas posibilidades apuntan hacia una visión pragmática lejana de la ideología que se le conocía a la mandataria. Posiblemente la explicación pueda venir del área del pragmatismo en que ha sido enrumbada la política en estos tiempos de neoliberalismo.
Y tal análisis nos lleva hacia una realidad política que no podría medirse con parámetros anteriores. Los historiadores tendrán que convenir en que la presidenta Bachelet guio su gobierno por caminos de varias vías. Y utilizó diversos vehículos para hacerlo. Así se explicaría la ausencia, por ejemplo, de su canciller en la visita que ella realizó recientemente a Cuba. Y que, como ocurrió en el lamentable caso Caval, el manejo comunicacional de la Presidencia no hizo más que deteriorar su imagen. En este caso, como única responsable de la política exterior chilena.
Puede que las explicaciones vengan por el lado del pragmatismo. Pero la imagen que siempre pretendió dar la señora Bachelet fue su honestidad. Su apego irrestricto a las promesas de campaña y a su ideario. Y ahora, con justicia, uno puede preguntarse ¿cuál era ese?