Por Rodrigo Larraín
Sociólogo y académico, U.Central
Cada cierto tiempo la figura de Orwell vuelve a aparecer nítida ante nuevos fenómenos que surcan el rostro de nuestra sociedad contemporánea. En Europa occidental se recuerda y celebra permanentemente a pensadores recientes, como fue el novelista británico, Chesterton, Waugh o Belloc, más otros agudos que llevaron el sentido común hacia extremos muy certeros y novedosos. Así que podemos preguntarle a Orwell por nuestro tiempo. Un tema que está tratado en la novela “Que no muera la aspidistra” es su oposición al aborto; pero sin duda son “1984” y “Rebelión en la Granja” tienen un valor civilizacional.
En “1984” plantea una ingeniosa y mordaz crítica a los regímenes totalitarios brutales como fueron el nazismo y el comunismo stalinista. En la actualidad los totalitarismos son más bien fascismos soft. Aparte de unos regímenes entre risibles y horrorosos, como el de Norcorea, sigue vigente a lógica del control, ya no de campos de concentración, pero sí del secuestro de la verdad, lo que llamamos “lo políticamente correcto”.
Hay otros totalitarismos, lejanos del decorado de la Segunda Guerra Mundial, pero siguen con las ideologías rampantes, y un núcleo poder en el partido y en la policía secreta, entre otros adornos aún vivos; se conserva también el doble pensar. Porque no necesariamente es el partido único y la situación de la guerra fría, es decir, todo aquello con lo cual discuten los ingenuos; no, lo importante es que la realidad queda reemplazada por la ideología.
Este reemplazo se caracteriza, fundamentalmente, por la sustitución total de la realidad por la ideología, la omnipotente ideología, devenida en sistema ideológico oficial. Es un mundo artificial. De ahí la predilección por la tecnocracia antes que por las humanidades y las ciencias. Es una ideología tosca, llena de costuras y parches por donde escapan las ideas originales antes de su mutación a otra ideología, pero lo que queda es burdo y sólo útil para la opresión. Orwell hace una dura crítica a la obsesión por el progreso -no necesariamente por la modernidad- y por ello acuso al socialismo real de traición. Para la lengua totalitaria fue un hereje y un renegado; pero sólo fue un hombre decente.
Orwell, junto a otros, denunció que el socialismo existente en los países era una falsificación artificial impuesta por el Gran Hermano, la Rusia stalinista. Lo hace extraordinariamente, con dureza e ingenio en “1984”. El protagonista, Winston Smith, es un resignado a la ideología y, si bien sospecha, decide rendirse prácticamente durante todo el libro.
El paralelo que muestra este libro con los tiempos actuales es sorprendente: la nueva lengua distorsionadora de la realidad conocida antes de la revolución totalitaria, ahora es reemplazada por la corrección política. Pero no es un lenguaje correcto -en tanto referido a una forma de verdad- sino es una dominación del lenguaje para dominar el pensamiento. Hoy, cuando se habla tanto de montajes, el lenguaje en un modo políticamente correcto, no es la subversión revolucionaria del lenguaje para liberar de la opresión de nada, es un lenguaje enmascarado del significado de siempre de las palabras, una manipulación.
Orwell es un socialista, pero ante todo es profundamente liberal, es una persona que reflexiona libremente -como siempre lo hizo en su corta vida- porque ve que el totalitarismo no conducirá nunca a una sociedad socialista, al igual que la escuela crítica, siendo un poco pesimista tiene esperanzas de recuperar el socialismo. Por eso es tan absurdo acusar a la escuela crítica de ser los precursores de la actual izquierda reaccionaria o woke. Al revés, George Orwell fue un socialista simple que no se enredó en disputas exegéticas del marxismo ni en presumir de experto en el pensamiento de Marx. Se comprometió -incluso arriesgando su vida en el Ejército republicano en la Guerra Civil española- en la lucha contra la miseria y las verdaderas desigualdades.
Toda la obra de Orwell es valiosa, aparte de “1984”, está “Rebelión en la Granja”, “Homenaje a Cataluña” y “Que no muera la aspidistra”, entre otras. Murió en 1950 de tuberculosis a sus 46 años. Su nombre real era Eric Blair y había nacido en Birmania (colonia británica). Vale la pena leerlo en estos días grises.