Por Wilson Tapia Villalobos
“El odio nada engendra, solo el amor es fecundo”. Arturo Alessandri estaba equivocado. El odio tiene una facultad generadora. Engendra violencia. Y si bien en su momento esa fue un estupendo lema para su campaña presidencial, actualmente solo serviría como inspiración poética, no política.
Hoy pareciera ser un momento especialmente sensible a las manifestaciones violentas. Pero no hay que dejar de reconocer que el ser humano incuba conductas de ese tipo. Y se hacen manifiestas estimuladas por emociones. El problema de una época especialmente violenta, como la que vivimos, es que tales comportamientos tienen innumerables propulsores.
El fanatismo religioso nunca ha estado ausente en la historia humana. Pero en un mundo globalizado como el actual, la disponibilidad de recursos y los avances tecnológicos hacen que sus consecuencias sean apabullantes. A ello también hay que sumar los extremismos políticos. Además, es necesario considerar otras manifestaciones de comportamientos irracionales. Y todo esto se da en un momento de cambio de paradigmas. En que lo antiguo ya no da respuesta a las demandas de la sociedad y aún no aparece el esquema nuevo que deberá regir en el porvenir.
Esta mirada esquemática solo sirve para advertirnos que cada componente de la sociedad en que nos desenvolvemos tiene que asumir sus responsabilidades. Es absurdo juzgar con una visión estrecha. En Chile, las manifestaciones violentas de algunos jóvenes puede que estén impulsadas por la ignorancia. Ignorancia que los lleva a buscar respuesta en idearios que plantean la destrucción total para permitir el nacimiento de algo mejor. También pueden estar determinadas por el odio que genera el sentirse excluidos. O la carencia de valores. Esto último tiene variadas explicaciones.
Convengamos en que los referentes tradicionales que nos ha entregado la democracia no han sido respetados por sus propios impulsores. Convengamos también en que, en la sociedad del dinero, éste representa el fin último. Lo que nos lleva a tener que aceptar que el éxito reemplazó a la felicidad. Por lo tanto se hace imperioso conseguirlo y, para ello, el fin justifica los medios. Convengamos, por último, con Paul Virilio. En un juicio sobre la TV, afirma que el tiempo real que ella aporta “no está lejano de la tiranía clásica….Tiende a liquidar la reflexión del ciudadano en beneficio de la actitud refleja. La democracia es solidaria, no solitaria. Y el ser humano precisa reflexión antes de actuar”. A esto se podría agregar la manipulación comunicacional a que estamos sometidos. Manipulación en que el miedo es la principal herramienta para el sometimiento. Todo esto, sin dejar de lado los aportes de la digitalización, que han permitido el nacimiento de movimientos sociales sin ideología.
Pero se comete un error al mirar solo la violencia. Las protestas ciudadanas responden a una realidad. Chile arrastra un legado de subdesarrollo estructurado por la clase dominante. O, si se prefiere, por quienes han ejercido el poder. Y cuando aquello se intentó cambiar en beneficio de la mayoría, ya sabemos lo que pasó.
Después de la dictadura, las reformas han sido tardías y tibias. Sometidas a la “medida de lo posible”. Medida que marcaba el conservadurismo de la derecha económica y política, a la que no era ajena la Democracia Cristiana.
Finalmente, esos sectores cumplían con su ideario. Lo que no estaba en los cálculos de nadie era que socialistas históricos o nuevos (Ricardo Lagos, Juan Guillermo Garretón, Jaime Estévez, Enrique Correa, Eugenio Tironi, entre otros varios) adoptaran el ideario neoliberal. Y lo marcaran como único camino para ir al desarrollo. En esta nueva visión han caído hasta ex miristas (Max Marambio, por ejemplo). La lucha contra la dictadura, los riesgos que ello conllevaba, los ideales de un mundo mejor, todo, quedó en el olvido.
La excusa de la inviabilidad de los socialismos es solo eso: una excusa. El neoliberalismo no ha hecho superar la pobreza. La sociedad chilena sigue estando segregada y la distancia entre ricos y pobres se ha acrecentado.
También es necesario llamar la atención acerca de la falacia del sistema bajo el cual vivimos. Ante la imposibilidad de lograr mayor generosidad del poder para las mayorías, se luchó por derechos. Y algunos de éstos, que finalmente eran una entelequia, fueron concedidos. Así, hoy se habla de que han sido reconocidos los derechos de las mujeres, aunque siguen siendo discriminadas en cuanto a salarios y deben desenvolverse en una sociedad que continúa siendo machista. Y podría seguir con los derechos a la salud, a la educación, a la vivienda digna. Todos derechos esenciales que no se han cumplido a cabalidad.
Y como si eso fuera poco, se olvidaron los deberes. Tal vez esto comienza en el temor de los padres a “traumar” a los hijos, si es que se les imponen ciertos límites. O, peor aún, si se les estimula a cumplir obligaciones que vayan más allá del compromiso escolar. O a respetar a los mayores. Tal vez también los padres olvidaran educar con el ejemplo, cultivando ciertos valores.
Es posible que todo esto esté en la base de la violencia que vemos hoy. Sin desconocer, por cierto, fanatismos o desviaciones ideológicas. Cada uno tendrá que hacer un examen de conciencia y ver en qué ha aportado. En general, tales análisis no son fáciles, pero el momento lo exige. Si no se hace, seguiremos allegando contradicciones. Y hasta validaremos explicaciones absurdas como que los encargados de resguardar de la seguridad y bienes de todos no actúan de manera adecuada porque se sienten inhibidos de cumplir su labor.
En los niveles de poder, la ceguera del que no quiere ver también es violencia.