Por Emilio Oñate Vera
Decano Facultad de Derecho y Humanidades, U.Central
En medio de la crisis del Coronavirus las distintas fuerzas políticas han acordado un nuevo itinerario electoral, el plebiscito del 26 de abril se traslada para el 25 de octubre y la elección de los convencionales constituyentes se fija para el 11 de abril del próximo año, lo que además modifica el calendario de las elecciones municipales y de gobernadores regionales y desde luego el plebiscito de salida o ratificatorio del nuevo texto constitucional. Pero más allá de los cambios de fechas, en la actual crisis sanitaria conviene reflexionar sobre la situación que nos afecta y como la norma jurídica fundamental constituye un instrumento eficaz para adoptar medidas que salvaguarden a la población.
En efecto, la Constitución consagra entre los artículos 39 y 45 los denominados Estados de Excepción Constitucional, que habilitan a la autoridad, concretamente al Presidente de la República, a afectar el ejercicio de los derechos y garantías que la constitución asegura a todas las personas cuando exista guerra externa o interna, conmoción interior, emergencia y calamidad pública. En el actual contexto el gobierno ha decretado estado de catástrofe, cuya causal es la calamidad pública, en este caso la situación del COVID-19. A lo menos dos reflexiones son posibles de abordar aquí, la primera, ¿se justifican los estados de excepción como instrumentos que habiliten a la autoridad para restringir o afectar derechos fundamentales?, concretamente los de locomoción, reunión y también propiedad, lo claro es que los intereses o bienes jurídicos controvertidos son el orden público o la seguridad de la nación por un lado y los derechos y garantías constitucionales por el otro. Desde esta perspectiva la Carta regula esta excepcionalidad gradualmente (hay estados de excepción con más y menos limitaciones) y de manera general, evitando con ello la arbitrariedad del Presidente para adoptar estas medidas, mayor espacio para la deliberación sin control habría si es que no estuvieran claramente determinados estos mecanismos ni señaladas expresamente las causales que los sustentan, en definitiva al ser excepcionales y por situaciones extremas, precisamente para salvaguardar el interés general, los estados de excepción constitucional se justifican.
Lo segundo, es que corresponde a la ley y especialmente a la actuación administrativa el aterrizar estas facultades constitucionales otorgadas, por lo que sostener que la Constitución se anticipe a los posibles supuestos que configurarían, por ejemplo una calamidad pública que afecte la salud o el medioambiente no tendría ningún sentido, la Constitución es por esencia una norma general, siendo especialmente la actividad reglamentaria, con la habilitación constitucional y legal, la que deba enfrentar de manera progresiva los acontecimientos que justificaron la excepcionalidad.
Algo muy importante; estas actuaciones de la administración, especialmente en un Estado de derecho requieren un exhaustivo control por parte del Congreso Nacional, el que no solo debe ser informado de las acciones emprendidas si no que debe verificar que en el ejercicio de estas no se traspasen los límites que la Constitución ha dispuesto.
Como se puede apreciar, delimitar las actuaciones que la autoridad adopte para proteger a la población en estos momentos de pandemia, las que inciden directamente en nuestra cotidianidad, a diferencia de lo que algunos plantean, es una buena oportunidad para reflexionar sobre la pertinencia o no de los estados de excepción, pero por sobre todo es un privilegiado espacio para repensar los alcances, contenidos e importancia de una nueva Constitución.