Por Iván Nazif
Conspiración o fallas estructurales
Como en todo intento de análisis cabe simplificar e intentar ordenar las impresiones con conceptos.
Aparentemente, la conspiración por parte del Estado para que esto ocurriera o por parte de terroristas organizados, para destruirlo, no parece aportar una explicación que se sostenga, aunque uno se tienta a pensarla.
Sería contrario al ser del Estado y a sus instituciones suponer el suicidio como objetivo. Por su parte, ante la ausencia de liderazgos reconocidos, programa y proyecto de lo que se busca construir una vez derrotadas las elites públicas y privadas, tampoco la hipótesis de la insurrección popular con apoyo externo se sostiene.
Desechadas las visiones conspirativas surge la necesidad de buscar explicaciones acudiendo a procesos más estructurales. Por un lado la denuncia sistemática al neoliberalismo y sus instituciones perversas; por el otro lado, el resentimiento y la maldad que mueve a sectores delincuenciales que, como encapuchados, quieren destruir la sociedad en que vivimos.
Lo interesante de estas explicaciones, es que no son incompatibles entre sí. Da lo mismo cuál es causa de cual o si vinieron juntas y se retroalimentaron, aunque no cabe duda que la atribución de maldad al desposeído es anterior y forma parte del sentido común conservador. Pero en el asunto que nos ocupa es que ambas no se excluyen y por tanto habría que subir un peldaño en el intento conceptual de interpretación.
La forma de la dominación capitalista puede ser una categoría explicativa más general para interpretar estos procesos cuya complejidad nos tiene tan desconcertados.
Con la subsidiariedad se reemplazó la integración social
El sistema político que prevalece en Chile desde la dictadura se reconstruyó rechazando, desde lo más profundo de las clases dominantes, las ideas de integración social que provenían de la República. Por esta razón, en su afán de sacralizar la propiedad privada y el lucro se institucionalizó una organización del Estado bajo la sui generis forma de la subsidiariedad.
El rechazo a la integración social, se tradujo en terminar con la movilidad social tipo Instituto Nacional – Universidad de Chile como raigambre laica de educación pública o la sindicalización tipo CUT, como interlocutor válido al mundo empresarial. Estos ejemplos, son solo eso, ejemplos, y acudo a ellos entendiendo que no son exhaustivos de la realidad, pero que permiten afirmar que hasta los años setenta del siglo pasado había una fuerza democratizadora extendida en la conformación social chilena.
Posteriormente, tanto el miedo que nunca les ha abandonado, como la sensación de superioridad material que proveía la dictadura, así como disponer de una visión maniquea de la libertad asociada al mercado, hicieron que durante el régimen militar se estableciera una Constitución Política diseñada para defender a quienes eran parte del gobierno de la época o se favorecían con él. Así fue que se impuso un modo de relaciones políticas y económicas que terminaran con el rol integrador y consecuencialmente democratizador del Estado.
Las prioridades políticas y las omisiones de la transición a la democracia
La lucha por retornar a la democracia, tuvo en el término de la violación a los derechos humanos su principal bandera y todo lo que se avanzara en mejorar las condiciones económicas de la población, se entendía como una externalidad positiva, al punto que en la negociación realizada para el cambio de mando desde Pinochet a Aylwin, se produjo un plebiscito que buscaba dejar atadas ciertas definiciones de orden político y económico. En el análisis de ese momento, las ataduras económicas e institucionales no tenían la misma entidad que legítimamente se le atribuía a la recuperación de la democracia.
Entonces, el modelo de crecimiento económico con Estado subsidiario se impuso casi con naturalidad. En los veinte años post dictadura hubo crecimiento económico y también una impresionante disminución de la pobreza. También los gobernantes que eligió la Concertación se hicieron parte de ese modelo sin ser tan explícitos, pues desde la visión política de esos gobiernos se agregaba el atributo de que se trataba de una economía social de mercado. Esta denominación no molestaba a la derecha.
En aquellos años se hizo parte de las políticas la idea de focalización de los recursos públicos para ganar en eficacia en su asignación, prevaleciendo por sobre la noción de extensión de derechos que es propia de la integración social. Desde entonces a los pobres se les ha tratado como tales: como carentes y por tanto cabe darles; es la compasión cristiana con su contenido de caridad y a ella concurrieron varias otras capas de la sociedad que no son necesariamente los dominantes típicamente políticos. Por eso, esas ideas se hicieron hegemónicas dentro del modo como se procesan los mensajes políticos en la sociedad chilena.
Por cierto, con la llegada de la democracia no cambió la dominación capitalista; solo que desde 1990 en adelante se profundizó dicha estrategia con un discurso social compasivo, en la idea de proveer al necesitado. Los instrumentos para llegar a los pobres podían ser un bono, un subsidio o un trabajo temporal. El punto es que no se habló más de integración. A algunos porque en su moral les parece correcto dar. Otros, porque al dar sin integrar a los subordinados se aseguraban un sistema político menos conflictivo, toda vez que no necesitas reconocer los derechos de los otros a los cuales temes de manera atávica. Además, florecía la ilusión de que se estaba bien porque bajo esta forma de entrega de subsidios, efectivamente disminuían los índices de pobreza.
Por su parte, la economía y particularmente la política económica no permitían la discusión acerca de la propiedad ni de la magnitud de las utilidades. Ocurrió que el crecimiento de la economía, graficado en el dinamismo de las grandes empresas y del sistema financiero, pasó por el lado de la población carente que no tenía ni se le proveyó de capacidades para integrarse productivamente al desarrollo.
Todo ello en un marco que hace prevalecer el consumo como la vía a la que se accede a una mejor calidad de vida. Idea del consumo -asociado en gran medida a la deuda de los consumidores- que se alimenta más de las imágenes que se proyecta desde los países desarrollados, ya sea por los medios de comunicación, las redes sociales o los viajes, antes que por condiciones objetivas de incremento en los ingresos reales de la población.
No me ocupo en discutir si la denominación de lo anteriormente descrito es o no neoliberal. Lo que me importa entender es que por ser definidamente pro iniciativa privada, se negó la forma del Estado que se había formado previo al golpe militar y que a pesar de sus miserias –que las tenía- podía exhibir la integración social uno de sus características democráticas.
Cuál es el ritmo del baile de los que sobran
Por qué este acento en la integración social. Porque en los episodios que estamos viviendo lo que se observa es una gran parte de la población -mayoritariamente joven- dispuesta a enfrentarse de manera sistemática -y prolongada, agregaría con algún dejo de nostalgia- a las fuerzas policiales, militares y a los negocios símbolos del gran capital, del lucro o de la colusión. Aunque ello pueda llegar a ser un suicidio que afecte su propia vida e implique un drama para sus familias. Pero allí están.
En los medios, los comentaristas y rostros reclaman porque esa violencia destruye y por tanto que no conduce a nada. Bueno, justamente ese es el problema. Es tan antisistema que no obedece a criterio más que a su propia condición destructiva. Pero, si hasta aquí usé la categoría dominación como explicativa -con los agregados capitalistas y si se quiere, neoliberal- cabe hacer presente que la dominación refiere a una relación, y el dominado puede no saber lo que quiere, pero sí sabe lo que no quiere y en ese punto estamos.
Puede ser que individualmente cada joven que lucha se emocione con la refriega, con la molotov o el peñascazo, con el fuego y la destrucción, sienta rabia y también pena y muchas veces dolor. Pero eso no explica el fenómeno social. No es una pura pulsión. Es un conjunto de emociones concatenadas con historias personales de carencias, maltrato y abandono, que no es suma lineal de historias de individuos, sino el resultado de una forma de organizar la vida en esta sociedad que ha afectado a miles que se reconocen en esa misma sensación de que poco importa lo que viene.
El dilema es cómo responder no a un joven sino que a un sector muy masivo de la juventud y de la población. Sea ese joven SENAME o no. El no SENAME es muy extenso en la enumeración, puede ser universitario o de instituto profesional, puede ser estudiante de la educación media, puede ser cesante, o quizás delincuente, da lo mismo en primera instancia. Da lo mismo porque el conflicto no es con uno, en tanto individuo, sino que el asunto a resolver es con un movimiento de masas cuya principal forma de expresión es la violencia dentro de la cual, ese uno se siente parte.
Y aquí viene la lectura política, si cabe el término. Si el discurso prevaleciente por imágenes y por movimiento de los dispositivos represivos, es atacar la violencia, la respuesta seguirá siendo violenta, más o menos prolongada o probablemente episódica en algunas semanas más, pero igualmente violenta e inesperada.
No dar con una respuesta es lo que conmueve a la elite de toda la superestructura –que antigua, pero que esclarecedora resulta la nomenclatura- . No poder, por no saber, responder. Entonces viene la vieja idea de la dominación: ser más profesional en la represión. Sin embargo, esa primera estrategia ensayada por el gobierno, sacando militares a la calle, no resultó. Más bien enardeció el conflicto. Hoy se mencionan la inteligencia o métodos de disuasión con mayores recursos y más eficientes.
Por otra parte, cabría suponer que ciertos cambios políticos o medidas sociales detendrán ese comportamiento social. El discurso racional postula que quienes desatan la violencia son una minoría, para diferenciarlos de una mayoría que se manifiesta de manera pacífica. Mayoría que se considera en esta versión, aspira a trabajar y a vivir en paz. Por eso viene la idea de mostrar que toda la elite aprendió y que por ello se podrá llegar hasta el último bastión de la dominación política: cambiar la Constitución del ochenta.
El punto es que toda esta racionalidad, aunque sea mayoritaria no da respuesta al particular conflicto que se vive. No es que no tenga importancia; tiene la mayor importancia y debe asumirse con seriedad y en disposición democrática para seleccionar los instrumentos más idóneos de la política económica y social para terminar al menos con los abusos más flagrantes. Pero, insisto, esto no da respuesta al particular conflicto que se observa en los espacios públicos de las distintas ciudades del país.
Entonces, ¿qué hacer?
Entonces qué, la resignación y armarnos de paciencia algunos y de armas de fuego otros, para “detener-los”. O, por el contrario, abandonar la idea que lo principal del conflicto es la violencia. Hoy esta propuesta es contrafactual, pero esa sería la respuesta. No seguir atados con las imágenes, declaraciones, invocaciones por condenar la violencia. Tratarla en su mérito y con los dispositivos que se disponen promoviendo un actuar responsable y atinado de las fuerzas del orden. Pero nada más.
En cambio, la energía debe estar puesta en defender la democracia, con sus instituciones y con sus carencias. Pero sobre todo, más allá del instrumento, concordar en que sin integración social no habrá modo de eliminar la falta de horizontes de libertad y de oportunidades para miles de jóvenes en Chile. Reconocer que es necesario incorporarlos.
Por cierto, esto se sustenta en decidir abandonar la subsidiariedad que reproduce a los pobres y promover la integración social mediante un acuerdo cuyo proceso de instalación implicará muchos años y recursos. Pero, a mi juicio no hay de otra. Ese debe ser el acuerdo para construir un Estado democrático, que seguirá siendo capitalista, pero con mayores oportunidades y con inversión social para desarrollar “capital” en los humanos. Parece contrasentido, pero en esta fase de la historia y ante el reconocimiento que el capitalismo sigue siendo un sistema que puede ser compatible con mejores condiciones de vida y democracia, así como con el desarrollo de la tecnología, es fundamental concordar en que dentro de este sistema cabe la acción de un Estado que se comprometa con integrar a la población antes que por su exclusión y en ello deberá fijar un programa con medidas inmediatas, así como de mediano y largo plazo.
Necesariamente ese debería ser el punto de consenso para diseñar una nueva Constitución política.
Probablemente, el renacer de los cabildos acoja a los que tenemos propuestas y trayectorias en movimientos sociales o políticos. En algunos casos discutiremos con profundidad el alcance de los instrumentos de política. Por cierto, nos entusiasmaremos con la posibilidad de contribuir al diseño de la nueva Constitución y en ese afán hasta podremos satisfacer parte de nuestra frustración de décadas. Pero, estemos claros, todas estas actividades no resuelven el modo cómo los manifestantes que bailan al ritmo de los que sobran, expresan su irritación ante la frustración sistemática de sus expectativas.
En definitiva, no más compasión ni tampoco denostación en el lenguaje, se necesita reconocer a ese otro, darle espacio y no intentar someterlo. Proveer, aunque sea lentamente, caminos para hacerlos parte de una vida cotidiana que sea lo suficientemente atractiva como para querer que haya un mañana que les dé el derecho, simplemente, de formar parte de sus procesos más básicos de reproducción social y cultural: trabajo, educación, salud, recreación, deportes y vejez digna. Vale decir, reconocerles que su participación es necesaria, cualquiera esta sea, dentro de los marcos legales vigentes, para la vida en sociedad.
Esto requiere discutir, debatir, hacer operar la democracia y aceptar sus límites. Quizás, con esta estrategia -por la necesidad de reasignar los recursos en función más de objetivos sociales que solo de rentabilidad privada- como país paguemos el “costo de no calificar como desarrollados” y ni siquiera alcancemos ese estatus en la próxima década. Pagando ese costo, quizás podremos ser más armónicos en nuestras vidas y, al menos, es lo que yo pienso, no sería un objetivo desechable.