¿Quién iba a pensar que la poderosa y vetusta Iglesia Católica Vaticana podría doblar sus rodillas y bajar vergonzosamente la cabeza ante sus acusadores chilenos? Sin embargo, ¿esta iglesia cambiará realmente?
Por Arturo Alejandro Muñoz
Dos mil años de experiencia política y económica; veinte siglos de traqueteos, contubernios, sediciones, genocidios, corruptelas y traiciones. Casi siempre encabezando las primeras páginas de la Historia Occidental, comandando directamente las huestes de ejércitos y reinos invasores, así como asociándose cínicamente con otros gobiernos totalitarios para conseguir el mismo fin de siempre: mantener el poder y las riquezas.
Por ello, ¿quién iba a pensar que la lascivia y la pederastia de muchos obispos, arzobispos y curas serían finalmente los motivos gatillantes de su debilitada realidad actual? Pensemos en esta iglesia alzada desde hace siglos sobre un pedestal político-económico y no en aquella entelequia que pretende ser sublime desde una perspectiva divina basada exclusivamente en la fe y en la revelación. Es cierto, son dos iglesias que pese a la contraposición evidente cohabitan en el mismo domicilio empresarial.
La Historia nos muestra que antaño hubo una iglesia monárquica e invasora que avaló las conquistas de sus favoritos reales a sangre y fuego en América bajo la mentira de la evangelización que, en estricto rigor, fue un robo de tierras y un genocidio sin límites. A un costado de ella se ubicó la otra iglesia, muy menor y débil, dedicada a salvar lo que sus escasos poderes lograban rescatar. La Inquisición versus los Protectores. Estos últimos, años más tarde, contaron con la ayuda de la orden jesuita, pero esas huestes del ‘papa negro’ (el jefe de la orden) serían expulsadas por la corona hispana de todos los territorios de ultramar, acusadas de socavar el orden establecido por el rey… y por el Vaticano.
La misma Historia, ahora la reciente, la cercana en el tiempo, nos señala que un vasto sector de la iglesia católica apostólica y romana estuvo sirviendo y apoyando gozosamente los dictámenes de dictadores fascistas europeos, siendo Benito Mussolini y Francisco Franco quienes contaron durante sus gobiernos totalitarios y criminales con mayor apoyo eclesiástico.
No sería sino hasta finales de la década de 1950 que la iglesia católica decidiera dar un giro relevante a su quehacer como guía espiritual de millones de personas. El papa Juan XXIII (llamado “el papa bueno”) llamó al mundo católico a participar en un gran evento de reflexión, rectificación y modernización que se conoció como Concilio Vaticano II, en el cual –durante cuatro años (1962-1965) se enfrentaron las posiciones conservadoras de la tradición vaticana con las posiciones reformistas que pugnaban por adecuar la Iglesia a los nuevos tiempos. Los cambios logrados en ese Concilio han sido, a no dudar, los más importantes y significativos que ha tenido la iglesia católica hasta este momento.
De aquellos logros se nutriría luego la Iglesia latinoamericanista que trabajó arduamente en Medellín (Colombia) el año 1968, en el encuentro del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano), donde sus asistentes (obispos, arzobispos,. sacerdotes y fieles) denunciaron la vergonzosa situación en la que vivían millones de latinoamericanos, señalando a los culpables de tales injusticias, comenzando por las oligarquías que se habían adueñado –desde siglos ya- de los territorios y recursos existentes en las naciones de Iberoamérica.
Por cierto, los vientos renovadores nacidos en el CELAM de 1968 fueron prontamente silenciados por los sectores tradicionales de la Iglesia, mismos que atacaron con fiereza al clero más progresista a través de los medios de comunicación en manos de las derechas de América Latina, con el evidente y público apoyo de las fuerzas imperialistas estadounidenses que multiplicaron los ataques y las condenas contra las tendencias liberadoras e izquierdistas de una iglesia que comenzaba a mejorar sus acciones a través de los “curas-obreros”, y también de un trabajo limpio y fructífero en las villas y poblaciones pobres del sub continente.
Los prelados habían procedido en ese CELAM a una fuerte autocrítica, reconociendo que la Iglesia, aliada a la clase dirigente, nunca estuvo a la altura de sus deberes sociales. La lectura que hicieron del descontento popular y de las organizaciones guerrilleras de la época (principalmente en Colombia, Perú, Uruguay, Brasil y Argentina) rompía con las interpretaciones tradicionales, pues a juicio de esos mismos prelados las protestas y la violencia política tenían su origen en el fracaso del Estado en materia social, y no en un “complot comunista”, como afirmaban los sectores conservadores. Por lo tanto, agregaban, era urgente proceder a las reformas necesarias para poner fin a las diversas formas de “violencia institucionalizada” (pobreza, analfabetismo, exclusión política, represión, etc.).
¿No le suena demasiado conocido todo esto, demasiado cercano, demasiado vigente? Poco tiempo después, llegarían las dictaduras cívico-militares cobijadas y alentadas por los gobernantes de Estados Unidos (específicamente, Richard Nixon), aplicando la política de “seguridad nacional” que se materializó en persecuciones a la izquierda y al pueblo en general, en torturas, matanzas, plan Cóndor y exilio.
Una vez más el sector poderoso de la iglesia se alineó con los dictadores y los mega empresarios. Otro sector, menor en número pero mayor en decisión, valentía y fe, se organizó para detener las masacres y las persecuciones. En Chile, ese sector inolvidable de la iglesia fue comandado por el Cardenal Raúl Silva Henríquez, quien contó con exiguo apoyo vaticano cuando el papa era Juan Pablo II, un sacerdote polaco abrazado a las tradiciones conservadoras anti reformistas.
El “establishment vaticano” impuso nuevamente sus términos y la iglesia transitó con paso cansino y conservador durante las últimas décadas sin temores de ser atacada desde los extramuros de su propia argamasa. Sin embargo, no sabía que desde su propio pasado arribarían severas dificultades y gravísimas acusaciones que no se relacionaban con asuntos políticos ni económicos. Los primeros remezones comenzaron a sentirse en algunas provincias… luego le correspondió el turno a la capital del país.
Poco a poco, aunque cada vez con mayor cantidad de hechos y datos, la curia chilena empezó a sentir que la justicia terrenal le resoplaba el cuello susurrándole al oído sus pecados y delitos del anteayer, del ayer… y algunos del hoy. Salieron a la luz los nombres de sacerdotes que la élite consideraba cercanos a la santidad, como Cox, Karadima, O’Reilly. Hubo tres acusadores que no cejaron en su acción de destapar completamente la verdad de una iglesia donde la pederastia y el abuso de menores era pan de cada día. Esos acusadores soportaron los embates de la curia chilena, así como estoicamente insistieron ante el Vaticano para lograr ser escuchados y tener justicia.
En total –hasta este momento- son 80 los religiosos en el país que han sido acusados por abusos: cuatro obispos, 66 sacerdotes, un diácono, dos consagrados y seis hermanos maristas. También se suma el caso de una monja, Isabel Margarita Lagos, sor Paula, quien falleció el 2012 tras ser removida como superiora de Las Ursulinas, denunciada al Vaticano por abuso sexual contra alumnas.
Hasta que en la ciudad de Osorno los laicos decidieron quemar la santabárbara debido a la presencia del cura Barros. De ahí en más, la poderosa iglesia, la inexpugnable, la que cuenta con dos mil años de experticia política, la millonaria, la temible, la clasista…. bamboleó, dobló sus rodillas y se empapó de una humildad que jamás había tenido en sus tiempos de siega fructífera.
Cualquier otra organización que estuviese sometida a eventos tan graves como los relatados, ya habría provocado cambios drásticos en su orgánica, o habría bajado para siempre sus cortinas. Pero, la iglesia católica es una institución porfiada, tozuda, decidida a morir con las botas puestas pero jamás entregar la razón a nadie que no viva en el pequeño estado inserto en la capital italiana.
Francisco I podría haber aprovechado la durísima y descarnada crítica planetaria por los asuntos relatados para convocar a un nuevo Concilio Vaticano como lo hizo Juan XXIII en la década de 1960. Y aunque la iglesia lo requiere hoy con tanta urgencia y necesidad como fue en los años 60, difícilmente lo hará… el pontífice y los llamados obispos “pessonovante” que lo asesoran, siguen confiando en la credulidad de los fieles que conforman la grey latinoamericana para continuar manteniendo riendas del poder político y económico en esta zona del mundo.
Por ello, tal vez volvamos a escuchar la voz del ingenioso hidalgo anunciando a su escudero que “con la iglesia (una vez más) hemos dado, Sancho”.