Por Dr. Jörg Alfred Stippel
Académico Derecho UCEN
Vivimos un cambio de época que nos hace valorar -especialmente- la importancia de la libertad de pensamiento y opinión. Vemos como, en el caso de Rusia, hablar de una ‘guerra’ en relación con la agresión imperialista contra Ucrania, se ha convertido en un hecho delictivo. Las personas que no se refieren a una ‘operación especial’ incurren en un delito castigado con hasta 15 años de pena privativa de libertad. Basta con publicar una opinión en internet, medio que a su vez es controlado por las autoridades del Estado, para cumplir con un tipo penal. Ejemplos como este hay otros igual de dramáticos. Cada opinión que cuestione la línea gubernamental pareciera ser malintencionada, subversiva o simplemente una obra del enemigo del país en su conjunto. No se busca, ni se pretende producir un consenso democrático a través de un ejercicio deliberativo. Lo que dice el ‘nuevo Zar’ y sus adeptos es la única verdad.
Esto nos hace pensar que aquí en Chile, si bien existen problemas, en general estamos bien. Aquí nadie debiese temer el sufrir represalias cuando expresa su opinión. Si bien existe una fuerte concentración en los medios de comunicación, hay medios ‘alternativos’ que inciden en la conformación de la opinión y el debate público. En comparación con Rusia, podemos sentirnos relativamente libres. Esa libertad de expresar nuestra opinión, argumentar y disentir, son la base para la construcción colectiva que enfrentamos a diario en los sistemas democráticos. Cualquier limitación a ese derecho debiese preocuparnos.
Desde esta perspectiva, entendemos la reciente denuncia contra el juez Daniel Urrutia Laubreaux, presentada por más que 50 juezas y jueces al Tribunal de Honor de la Asociación Nacional de Magistrados de Chile, como un peligro para la democracia chilena. El aludido fue invitado, como ciudadano, a conversar con la Comisión de DD.HH. de la Convención Constitucional sobre lo ocurrido en octubre de 2019 y tuvo duras palabras para el Poder Judicial. Sus pares fueron enfáticos en que los dichos “atentan contra el honor o dignidad de otros asociados o de la Asociación en general”. Sin embargo, su discurso no formaba parte del trabajo profesional de un juez de garantía, miembro de la asociación de jueces ni académico. Fue la expresión de opinión personal.
Si bien en la vida profesional, se acepta generalmente que los integrantes del poder judicial puedan estar sujetos a ciertas limitaciones relacionadas a preservar la imagen del Poder Judicial, éstas no se aplican a su vida privada. Incluso la jornada laboral de las juezas y jueces tiene un límite horario.
En 2020 la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya había fallado previamente a favor del derecho a la libre expresión del juez Urrutia ya que “sin una efectiva libertad de expresión, materializada en todos sus términos, la democracia se desvanece (…) se empieza a crear el campo fértil para que sistemas autoritarios se arraiguen en la sociedad”, advierte la sentencia.
Esperar que los jueces renuncien a sus ideas y valores personales tiene bastante en común con lo que Putin espera de sus ciudadanos y poco propicia los debates y críticas, tan necesarios para impartir justicia. A eso nos invita la intervención del juez Urrutia, a debatir y repensar, en clave histórica y de calidad democrática, el rol del poder judicial.