Por María Pilar Calderón
Decana Facultad de La Educación, U.Central
Tristemente, hemos vuelto a ser testigos de los últimos hechos acontecidos en torno a lo que debiera ser el derecho a la igualdad de oportunidades para el acceso a una educación de calidad: un sistema de admisión escolar a establecimientos donde muchos padres, madres o abuelos pasan la noche en vigilia haciendo fila para acceder a un número para iniciar la carrera de postular a sus hijos o nietos a un colegio o escuela que cumpla con los criterios de calidad en la entrega de la Educación.
Ya no es a través de pruebas o entrevistas, cuestión que es sin duda una mejora, pero es esperando a la intemperie por una posibilidad de acceder a un colegio o escuela que ofrezca una mejor condición de enseñanza y por tanto, mejor calidad de aprendizaje. Todo por un cupo, un sacrificio atendible para optar a una educación mejor.
Lo anterior no solo debe implicar pensar en lo insostenible y cuestionable de la medida, es mucho más que eso, implica verificar empíricamente la desigualdad que enfrentamos como país y sociedad ante los derechos fundamentales. Por cierto, nos recuerda lo que hasta hace muy poco ocurría en Salud; largas filas para obtener un número de asistencia en el consultorio que corresponde. En muchos casos, una compleja vulneración a la dignidad.
No se escapa de lo anterior, aquellas experiencias de admisión que se implementan con una serie de estrategias: tómbolas, número de llegada, sorteos, listas, en fin, la creatividad con la que algunas escuelas y/o colegios han debido sortear este dilema de decidir y seleccionar.
La pregunta es entonces ¿qué es lo que finalmente define el derecho al acceso a una educación con sentido de justicia social y de calidad para todos y todas los ciudadanos de nuestro país? ¿Cuál es el límite o diferencia entre un menor para el ingreso?, ¿Ganar en el sorteo?, ¿Llegar primero a la fila?
Entonces viene la pregunta: ¿cómo nos hacemos cargo como sociedad de las expectativas, esfuerzos, talentos, compromiso de aquellos que no ganaron el sorteo, que no fueron seleccionados o no llegaron primero a la fila?, ¿Qué pasará después?, ¿Serán cautelados estos elementos de segregación en el proceso que se espera implementar con una plataforma que elige aleatoriamente en un mediano plazo?, ¿Cuáles serán los criterios que aseguren el mismo derecho de acceso al establecimiento elegido? Lo anterior genera por ahora atendibles inquietudes.
Por momentos pareciera el sínodo de una historia que se escribe tempranamente como señal de inequidad para nuestra primera infancia chilena. Por cierto, este tema además de complejo en su esencia, es el fiel retrato de nuestra desigualdad coaptada por las lógicas de mercado, donde la educación sigue siendo vista como bien de consumo, donde quienes tienen la suerte de poder elegir, son quienes pueden pagar por mejores experiencias de aprendizaje, pero donde quienes no pueden acceder al alto costo, deben esperar ser elegidos y sino continuar la búsqueda por una mejor educación, búsqueda que para muchos podría llegar a ser interminable.
Para emparejar la cancha, frase célebre a estas alturas, se requiere no solo voluntad política ni mejora en recursos solamente, se requiere mirar y comprender que no basta con cambiar los procesos de entrada o admisión, sino dotar de real libertad de elección a los padres y madres ofreciendo una educación de la más alta calidad en todos y cada uno de los establecimientos de nuestro país.