Por Wilson Tapia Villalobos
Generalmente se dice -aparte de epítetos más gruesos- que los políticos están perdidos. Pero hay algo más profundo que una desconexión con el sentir de la ciudadanía. Y en ello inciden una serie de factores que hacen más complejo el actual momento histórico.
Desde ya, el rostro remozado por la tecnología que muestra el mundo hace pensar en un cambio generacional. Lo que, además, se ve profundizado por la influencia de otros factores nuevos, como el papel protagónico de las mujeres y el aumento sustancial en el promedio de vida de los seres humanos. Ante esta realidad, las respuestas políticas se quedaron atrás. La tradicional división entre izquierda y derecha hoy dice poco, si es que dice algo. Tal vez la mayor discrepancia, por el momento, parece ser entre globalización y nacionalismo, con todos los derivados que ello conlleva. Además, también, hay una búsqueda, incipiente por el momento, de nuevas adecuaciones a viejos esquemas, acotada por concepciones ideológicas que ya parecen superadas.
Las respuestas políticas que se ven en todo el mundo, son pobres. El populismo prolifera en un caldo de cultivo adobado por iniquidades sembradas por el poder, que extienden los medios de comunicación tradicionales y la desinformación que cunde en las redes sociales. También aparece con fuerza una especie de mesianismo político que une las más variadas propuestas, generalmente como rechazo al populismo o a otras manifestaciones más extremas.
Esto último lo vimos en Francia, con Emmanuel Macron (39). Y tal como allí distinguió a un político joven con escasa experiencia política y sin rodaje en materia internacional, en otras partes basta un animador de TV o Radio. Sin olvidar a personajes que basan su popularidad en cuestiones belicosas o claramente retardatarias. Vladimir Putin (64) subió su popularidad en Rusia tras la anexión a Crimea y luego de adoptar medidas como la condena a la homosexualidad o rechazar el ejercicio público de credos ajenos a la tradición rusa. Otro caso destacado es el de Rodrigo Roa Duterte (72), presidente de Filipinas. Electo en 2016, su alta popularidad se basa en la guerra a muerte que ha iniciado contra el narcotráfico. Desde junio del año pasado, cuando asumió, ya van 3.300 personas asesinadas que habrían estado vinculadas con el tráfico de drogas. Y su lucha continúa, sin importarle la repulsa mundial, acusando a EE.UU y la Unión Europea de ser hipócritas, basándose para ello en la actitud de estos últimos frente a la ola de inmigrantes. La lista de líderes de nuevo cuño se engrosa con Donald Trump.
Si bien estos son casos que llaman la atención por su extremismo o por su génesis, están lejos de ser únicos. En general, en todo el mundo la búsqueda es permanente. Y ella se justifica porque las respuestas políticas demuestran que las estructuras propiciadas por ellas están obsoletas. O, especialmente, porque el ejercicio político no es un cauce ciudadano impoluto. Por una parte, se encuentra cooptado por agentes que representan distintos tentáculos del poder. Por otra, la corrupción quita a la política cualquier atisbo de legitimidad.
Emmanuel Macron es la respuesta de la sociedad francesa a un esquema obsoleto. El actual presidente, François Hollande, socialista al igual que Macron hasta hace un año, se retira del Palacio del Elíseo con uno de los niveles de apoyo más bajos que haya tenido un presidente galo. Y Macron, sin respaldo de los partidos tradicionales tendrá que establecer alianzas. Él se define como liberal socialista, un rótulo que da para mucho. Pero que grafica a lo que ha llevado la búsqueda de nuevos posicionamientos. El centro es la respuesta de quienes siguen aprisionados en el esquema antiguo. Y el centrismo no puede dar soluciones para resolver los agudos problemas de iniquidad que presenta el mundo. Entre otras cosas, porque es ese ejercicio el que los ha creado. En algunas áreas, las reformas deben ser radicales. Sobre todo en aquellas en que su gestión afecta a la mayoría de los ciudadanos.
En Francia, los electores se volcaron hacia Macron para evitar el triunfo de Marine Le Pen (48), ultraderechista, xenófoba, líder del Frente Nacional. Sin duda fue una manera de que la sociedad francesa mostrara un camino. Pero Macron no es la respuesta que traiga los aditamentos que se requieren. Habrá que seguir buscando y la nación europea debatiéndose en agudas controversias.
Mientras tanto, en el resto del mundo, las tensiones tienen raíces más o menos parecidas. En sus bases también está la iniquidad. Y si bien las soluciones deben responder a las particularidades del lugar, la búsqueda es similar. En Chile, desde el retorno de la democracia que se ha vivido lo que en un comienzo se llamó la democracia de los acuerdos. Luego el nombre quedó de lado, pero la acción siguió siendo más o menos parecida. Hasta la llegada de la Nueva Mayoría, que en sus inicios intentó realizar reformas que hoy nos enteramos algunas eran solo “ideologismos de café”, según la presidenta de la Democracia Cristiana -miembro de la coalición de gobierno- y candidata presidencial, Carolina Goic. ¿Cómo se explica este cambio? Es el inicio del rescate del centro. El mismo sitio que intenta ocupar otro candidato de la Nueva Mayoría, el senador Alejandro Guillier.
En el caso chileno no existe una Marine Le Pen. No porque el ultra derechismo nos sea desconocido. Por el contrario, fue la base de la dictadura cívico-militar que gobernó el país entre 1973 y 1990. Y su esquema constitucional y económico sigue siendo hasta hoy esencialmente el mismo. En el gobierno dictatorial estaban presentes personajes que hoy han dejado huella en la política local. No se puede sostener que Sebastián Piñera sea la Marine Le Pen de Chile. Pero entre quienes lo apoyan está uno de los Partidos que cuenta con la mayor cantidad de adherentes, la Unión Demócrata Independiente (UDI). El ideario de la UDI y el del Frente Nacional muestran similitudes y las diferencias de matices responden a las particularidades de la historia de cada nación.