Por Rodrigo Robert Zepeda, académico de la carrera de Psicopedagogía UNAB Sede Viña del Mar.
El 6 de mayo se conmemoraron tres años del fallecimiento del profesor Humberto Maturana y este 2024, treinta años desde que se le otorgara el Premio Nacional de Ciencias, por lo que parece ser una buena instancia para recordar su legado.
En momentos social y políticamente algo caóticos, tanto a nivel nacional como internacional, las ideas de Maturana podrían resultar de gran utilidad para hacer distinciones más sensatas e inteligentes, más acordes a nuestra condición de organismos que necesitamos de la convivencia para sobrevivir. En tanto mamíferos, requerimos del contacto físico, la cercanía, la intimidad, para poder mantenernos con vida, nuestra biología nos dispone naturalmente a ello, conducta que resulta evidente al observar a los bebés y a los cachorros de otras especies. En medio de este proceso de interacción, los animales en general y, especialmente, los seres humanos, vamos transformando nuestros cuerpos y mentes de acuerdo con el tipo de relaciones en las que participamos. Nos convertimos en uno u otro tipo de organismos dependiendo de las interacciones que se vayan dando en nuestros respectivos ambientes.
Este proceso de transformación en la convivencia, que no requiere necesariamente de la conciencia del individuo, en la medida que facilita y hace posible nuestra sobrevivencia y la del grupo social al cual pertenecemos, es lo que Maturana distingue como el proceso de educar. En sintonía con una larga tradición de pensadores que se remontan hasta el mundo griego clásico, Maturana sostendrá que la educación tiene que ver con “el espacio relacional o mental que vivimos y que deseamos que vivan nuestros niños”, con las costumbres que con mayor o menor conciencia les inculcamos, con nuestros hábitos cotidianos, con nuestra forma particular de vivir y de construir el mundo que habitamos. La educación, en un sentido amplio, tiene que ver con el proceso por medio del cual llegamos a ser seres humanos, señala Maturana.
Para este renombrado neurobiólogo chileno, el estado del organismo que hace posible la convivencia social, la emoción que permite la aceptación del otro como legítimo otro, es el amor que, en tanto emoción característica de los mamíferos, es una disposición corporal natural y cotidiana que nos agrada experimentar. Como planteó en diversos textos y charlas, el sentido original del amor no está en la religión ni en el romanticismo, sino en nuestra evolución biológica, somos organismos muy vulnerables al momento de nacer, corporalmente inmaduros, que necesitamos del cuidado y protección de otros miembros de nuestra especie.
Comprender el fenómeno humano supone reconocer que la convivencia social no es una opción, es un requisito de posibilidad, pues la falta de interacción social pone en riesgo la sobrevivencia del organismo. Para desarrollarnos adecuadamente, para que nuestro sistema nervioso opere de manera eficaz y eficiente, para ser capaces de construir entornos saludables, los seres humanos necesitamos orientación, una guía que potencie nuestra biología, que nos permita superar la mera sobrevivencia y alcanzar un desarrollo estable y armonioso en los diversos ámbitos del vivir. Esta orientación o guía viene dada por el proceso educacional, por la forma de vivir que adoptamos, por el tipo de relaciones que establecemos, por los estados emocionales que cultivamos, tanto en el ámbito familiar como escolar y social, de todo lo cual finalmente depende el tipo de mundo que habitaremos en los próximos años.
Las emociones, en tanto estados corporales transitorios, dinámicos, que nos disponen a actuar de uno u otro modo, son el fundamento de todas nuestras conductas, de lo que hacemos y dejamos de hacer, por lo que van configurando, mediante nuestras acciones, el singular mundo que a diario construimos junto a quienes nos rodean. Distintas emociones generan distintos cuerpos y configuran distintos tipos de relaciones. No somos los mismos cuando estamos tristes, alegres, enojados o angustiados, no respondemos igual ni estamos dispuestos a hacer las mismas invitaciones, de todo lo cual emergen diferentes mundos posibles, unos más sanos que otros, donde vivir cotidianamente puede consistir en habitar un paraíso o padecer en medio del infierno. El viejo Aristóteles sabiamente advirtió que nos convertimos en aquello que hacemos, que la felicidad es un asunto práctico y no teórico, que el cultivo de los hábitos es de la mayor relevancia, que aprendemos a vivir a partir de las acciones que realizamos. Con su reflexiva y sabia mirada, Maturana nos recuerda que es la educación el proceso a través del cual nos transformamos en un tipo u otro de ser humano, que mediante ella vamos configurando el mundo que habitamos, ya sea que lo advirtamos o no. El actuar inteligente, racional, es aquel que hace posible la sobrevivencia de nuestra especie y, por tanto, del mundo que nos rodea. Para mantenernos con vida necesitamos convivir, que nuestro actuar sea respetuoso con nuestro entorno, incluyendo a otras especies de seres vivos. Necesitamos aprender que respetar es una acción, que supone legitimar la existencia del otro, darle un espacio adecuado para que sobreviva bien. Necesitamos personas cuyos cuerpos les permitan actuar con respeto, cuyas acciones hagan posible la convivencia con ellos, necesitamos cuerpos que operen desde la emoción del amor, desde la aceptación, desde la legitimidad de toda forma de vida. Necesitamos conversaciones y acciones que permitan el desarrollo de estos cuerpos, necesitamos espacios educativos que los hagan posibles, necesitamos de lo que Maturana habría denominado una educación del y para el amor.