Por Alfredo Joignant
Cientista Político
¿Qué puede haber de común entre condominios enrejados, colegios particulares subvencionados con copago, lucro con dinero público y libertad de elección? La respuesta es todo: es el resumen cultural del modelo.
Frente a la ideología segregadora del modelo educacional, los principios igualitarios de la reforma están bien fundados, puesto que ante un bien que las personas consideran esencial, su goce no debe depender del mercado. Hay algo que se degrada en el bien cuando es mercantilizado. Es cierto: el resultado final a nivel individual puede ser, desde cierta métrica, el mismo en un establecimiento privado o público, pero esto se paga a un precio civilizacional, en donde la sociedad renuncia a fundarse en derechos ante los cuales seríamos todos iguales.
Lo que parece ser evidente en la teoría, deja de serlo en la vida práctica de las personas. El ministro Eyzaguirre contribuyó a naturalizar la libertad de elección invisibilizando sus consecuencias segregadoras, precipitando el tranco de la reforma, careciendo de pedagogía y apelotonando ideas de política.
Peor aún: el gobierno abandonó la lógica de la gradualidad de los cambios provocando el miedo de las clases medias: nadie sabe muy bien qué cabe entender como tal, pero lo que sí sabemos por encuestas y observación de comportamientos protestatarios, es que las familias medias tienen miedo a perder su libertad de elegir la educación de sus hijos, la que se experimenta mediante formas de copago y la aceptación de la selección. Por décadas, los abuelos y padres de hoy aprendieron a elegir colegios, con el fin de salir del medio social en el que les tocó nacer, para lo cual fundaron esperanzas en copagos a menudo modestos pero que, ante sus ojos, representan un ideal de progreso y movilidad.
No es mi ideal, pero entiendo que familias modestas adhieran a él, y no me siento autorizado para decir que se trata de elecciones ilusorias que en nada cambian los resortes de la condición social inicial. La naturaleza vertiginosa de la reforma y la confusión que ésta provoca acerca de las consecuencias de corto plazo equivale a abdicar del gradualismo y de las metas de largo plazo.
En tal sentido, cuando Boric y Ruiz –en una reciente columna- constatan el peligro que corre la reforma, aciertan, pero no con las razones correctas: no es sólo porque haya sectores conservadores en la Nueva Mayoría, sino también porque sus sectores más avanzados, así como el propio movimiento estudiantil y sus intelectuales terminaron produciendo miedo. ¿Cómo navegar, con rumbo y claridad sobre las ideas propias, entre la sospecha de que el gradualismo esconde traiciones y el miedo que produce una reforma que abdica del gradualismo?