Por Jaime Cabañas Páez e Ignacio Serrano
Dirección de Formación e Identidad Santo Tomás
En estos tiempos de enclaustramiento y cuarentena obligada, prolifera la idea de que, apenas esto termine, el mundo va a ser distinto. Los más entusiastas auguran incluso el fin del capitalismo salvaje y el consumismo desatado, para dar comienzo a un nuevo tiempo signado por la austeridad, la solidaridad con el más débil y la recuperación de la naturaleza y la vida salvaje en toda su pureza. Algunos otros, con menos grandilocuencia, pero el mismo optimismo, imaginan que esta crisis nos conducirá a un mundo más simple, en el que el abrazo y el apretón de mano vuelvan a ser valorados, la conversa cara a cara recupere su sitial, y aprendamos a disfrutar de la vida con mucho menos.
La verdad es que no sé bien que vaya a suceder cuando esta pandemia finalice. El pensamiento suele ser malo profetizando. Al menos puedo decir que, es poco probable, que surja un paraíso aquí en la tierra en el que los hombres nos volvamos nuevamente hermanos. De hecho, creo incluso, que esa no es la cuestión relevante. La pregunta que importa es qué estamos haciendo ahora, en medio del encierro y entre los nuestros para mejorar nuestras vidas y hacer más dignas y felices las de otros.
No necesitamos que esto termine para actuar solidariamente, también ahora podemos estar atentos a cómo está nuestro cónyuge, y preguntarle, cara a cara, si el encierro se ha ensañado con ella o sólo la ha rozado. No necesitamos que esto termine para volvernos más pacientes con los más débiles, llamar a nuestros padres o abuelos más vulnerables para saber si necesitan algo. No necesitamos que esto termine para acompañar a nuestros hijos pacientemente, dejando a un lado y por un momento nuestros intereses y proyectos.
Se dice que la gran tentación del demonio no es hacernos malos, sino hacernos creer que solo necesitamos empezar a ser buenos desde mañana. Podemos empezar a serlo tan luego como ahora.