Por Carlos Guajardo Castillo
Académico Facultad de Educación, UCEN
Desde que fue declarada la pandemia por la OMS, es que, tanto instituciones escolares como de educación superior, tuvieron que adaptarse rápidamente para continuar con las clases formales, pero esta vez desde una modalidad online. Todos hemos sido testigos de los pros y contras que ha traído consigo el tener que desarrollar experiencias de enseñanza – aprendizaje ‘detrás de una pantalla’, tanto en docentes, estudiantes y apoderados.
Si bien esta modalidad de educación llegó para quedarse, es clave conocer la proporcionalidad entre aquello que es posible aprender desde lo online y lo irremplazable de la presencialidad. Por más que algunos señalen que hoy existen innumerables estrategias digitales para motivar a los estudiantes en cualquier disciplina que aprendan, hay habilidades que difícilmente serán cubiertas, aunque seamos unos expertos en clases online.
Humberto Maturana y Ximena Dávila en su libro “La Revolución Reflexiva” (el cual recomiendo) describen perfectamente la ausencia de insensibilidad y ceguera que nos ha enrostrado esta pandemia, como lo es la falta de empatía por el otro, la inequidad entre pobres y ricos, además de la escasa reflexión humana a la hora de saber convivir con los demás. Son justamente estos factores que suelen invisibilizarse a causa de la falta de tiempo y la desconexión entre lo que se ha intentado aprender con un profesor o profesora que hace lo imposible para que sus estudiantes comprendan lo que enseña.
Sin embargo, me parece complejo que desde una educación online – por más comprometidos que seamos como educadores y educadoras – se lleven acciones como una conversación fluida con un estudiante que esté pasando por una dificultad familiar; el feedback o retroalimentación después de una evaluación, y donde se pone en juego la postura corporal y el tono de voz apropiado para decirles que han cometido un error y que es perfectamente reparable; decirle a un niño/a de educación parvularia o educación básica que: “haremos una actividad fuera de la sala, puesto que es un día hermoso”, así como desarrollar un dialogo académico entre un docente y estudiante universitario compartiendo un café donde confluyen las ideas entre “mentor y discípulo”. Son incontables los escenarios que las clases virtuales difícilmente podrán reemplazar, más aún cuando la educación formal tiene un carácter integral para el desarrollo humano.
Por ahora, sería interesante que quienes nos dedicamos a la educación, aprovechemos este tiempo de incertidumbre que fortuitamente nos puso la pandemia, con tal de reflexionar y volvernos más humanos para cuando regresemos a una suerte de ‘normalidad’. Con esto, no digo que hoy no estemos haciendo nada a partir del rol que se ejerce como profesores o estudiantes, sino que, visualicemos que educar va más allá de aprender un contenido tácito en matemática, ciencias naturales o historia y geografía.
Educar en pleno siglo XXI y post pandemia, implicará en primer lugar, saber sobre nuestras emociones y vivencias sin tener que ‘apretar el acelerador’ por aquellos aprendizajes pendientes en la diversidad de asignaturas, de lo contrario, seguiremos pensando que la educación es un mero bien de consumo y no un derecho humano.