Por Wilson Tapia Villalobos
Las elecciones presidenciales en los Estados Unidos marcan un hito en el mundo. Es lo que ocurre con las grandes potencias. Todas hacen sentir su peso a la Humanidad, incluso pasando por sobre acuerdos internacionales. Si al gobierno de turno en Washington -y también en Moscú o Beijin- le parece que algo perjudica a sus intereses, de inmediato lo demuestran imponiendo su potencia económica y militar. Así es y ha sido siempre entre nosotros, independiente de que la tecnología avance y la ciencia ya haga pensar en que definitivamente las guerras del futuro no requerirán a seres humanos en sus fases más cruentas. Las nuevas armas dotadas de inteligencia artificial resolverán ese problema que hacía tan impopulares a las guerras de conquista o simplemente punitivas.
Donald Trump e Hillary Clinton se disputan el sillón central de la Casa Blanca. Y han dado origen a la campaña presidencial más sucia que tenga recuerdo la historia estadounidense. Las acusaciones enarboladas por cada candidato dan para pensar que una vez finalizada la contienda el perdedor debería terminar en la cárcel. No será así, sin duda. Pero el solo hecho de que el poder político se persiga con tales argumentos y con ese tipo de aspirantes, permite hacerse una idea de lo que son actualmente las instituciones democráticas. Porque la calidad de quienes aspiran a llegar a tener su control, habla de manera tajante de lo que hoy puede esperar el elector, el ciudadano común.
Lo que se ve en Estados Unidos se amplifica porque se trata de la primera potencia mundial. Pero el descrédito y corrosión de las instituciones, la pobre calidad de los candidatos y gobernantes, parece ser un mal global. No vayamos a creer que lo que ocurre entre nosotros es original. En estos días, la presidenta de Corea del Sur, Park Geun-hye, se encuentra sumida en una crisis que ha hecho bajar su popularidad de 50% a 5% del electorado. Su más cercana amiga y colaboradora, Choi Soon-sil, se halla detenida bajo la acusación de haber filtrado información confidencial y de lograr ingentes beneficios monetarios gracias al tráfico de influencias. También ha sido detenido, por los mismos delitos, el secretario privado de la presidenta Park, Jeon Ho-seong.
Como no recordar el caso Caval. Pero en la situación coreana, la mandataria no ocultó su pesar por lo ocurrido con su hoy ex amiga. En un emocionado discurso, su voz se quebró reconociendo el error de haber confiado en esa amistad y aceptó ser investigada por el caso. En ningún momento intentó poner su condición de estadista por sobre su calidad de ser humano con emocionalidad femenina. Eso no la exculpa e igual la historia -y cobre todo la oposición política- la juzgarán.
Mañana se develará el misterio made in USA. Nosotros tendremos que esperar algo más. Pero, guardando las proporciones -y con los insultos recubiertos de una capa gruesa de hipocresía-, será algo similar. Ni Clinton ni Trump son un salto al vacío, por más que se quiera mostrar al candidato republicano como la personalización de satán. Ha habido presidentes más limitados, aunque menos vociferantes. Uno de ellos, de los últimos, es George Busch. Pensar que si sale Trump el mundo resbalará sin remedio a la Tercera Guerra Mundial, y que Hillary, en cambio, es la válvula de retención para cualquier aventura, es poner poca atención a las actuaciones de la señora Clinton. Ella estuvo a favor de la invasión a Irak. Es, en buena parte, responsable del descalabro de Libia. Y no fue ajena al aumento de las tensiones en Siria.
Pero independiente de las habilidades, los presidentes -aunque sea de los Estados Unidos- no tienen las manos libres para hacer lo que se les antoje. Y no me refiero a los pasos que debe cumplir una ley para ser promulgada. No me refiero a mayorías más o menos en el Congreso. Me refiero al poder real. Ese poder que encarnan quienes manejan la economía. Y, en el caso norteamericano, con mayor razón. Habrá guerra, si las condiciones de la economía mundial así lo exigen para asentar mejor un poder tambaleante o desplazar a alguna amenaza. Y, en ese caso, poco importará que el presidente sea el burdo Trump o la maqueteada Hillary.
De nuevo, guardando las proporciones, tampoco somos originales. Nuestros candidatos presidenciales no son descollantes. Y algunos que destacan por sus dotes de estadistas -Lagos, Insulza- muestran forados inmensos en su estructura ideológica. Para ellos es lo mismo ser neoliberal que socialista. Igual que entre republicanos y demócratas.
Y Trump aquí hay varios. Uno que se le asemeja en su mirada globalizadora y burda, excepto para los negocios, es el ex presidente Piñera. De otros que han aparecido recién uno tiene el justo derecho a decir que por sus hechos los conoceréis, aunque algo en su pasado los acuse. Pero hay otros sobre los que sí se pueden formular juicios. Es lo que nos hace ser nada originales.
Marco Enríquez se desinfló. Él creía que bastaba con inteligencia y labia poco perceptible. Se equivocó. Y sus últimas actuaciones demuestran, especialmente a él, que no basta con embolinar la perdiz. Hay que tener un contenido y no solo enunciarlo, ser consecuente con él.
Y para que hablar de los Tarud, Espina, Kast, Ossandón, Walker. Cada uno tiene derecho a sentirse tocado por el halo mágico del poder. Como lo escribió Gabriela Mistral:
Todas íbamos a ser reinas.
De cuatro reinos sobre el mar.
Rosalía con Efigenia y Lucila con Soledad.
Ojalá la poesía se fundiera alguna vez con la política para enaltecer a ésta.
Pero eso es soñar.
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