Las revelaciones sobre la escandalosa doble vida del sacerdote Renato Poblete terminan salpicando al Padre Hurtado, prueba de los riesgos que involucra la práctica de las canonizaciones
Por Raúl Gutiérrez V., agosto de 2019
Aunque el autor es miembro de la Iglesia Luterana en Valparaíso, sus opiniones las plantea a título estrictamente personal
LA CONGREGACIÓN MÁS numerosa e influyente de la Iglesia Católica ha hecho un aporte generoso a los escándalos que han avergonzado y diezmado a esa institución en Chile. Durante la primera oleada de denuncias los jesuitas asumieron aires de una supuesta superioridad moral frente a otras comunidades religiosas que gemían bajo el peso de los delitos de algunos de sus miembros. Pero más tarde los orgullosos discípulos de Ignacio de Loyola tuvieron que admitir que también ellos estaban infiltrados por abusadores o maestros en el arte de la doble vida, al estilo de Renato Poblete.
La desconfianza y la aversión de los ciudadanos, católicos o no, alcanzan no solo a los directamente involucrados, sino a quienes pudieron haber colaborado con los depredadores sexuales o haber encubierto sus delitos. Es un camino que conduce a la caza de brujas y que puede ocasionar males peores que los que se pretende castigar para escarmentar a los tentados. Así lo comprueba la pretensión de algunos de investigar al padre Alberto Hurtado, elevado en 2005 al honor de los altares, porque se sospecha que habría de alguna manera servido de cómplice de Renato Poblete.
Las posibilidades de que el santo jesuita chileno se haya implicado de alguna manera en la diabólica conducta de su colega de congregación son remotas. Hurtado murió al cabo de una larga enfermedad en agosto de 1952, fecha en la que Poblete, con 28 años de edad, ni siquiera había sido ordenado sacerdote.
SOLO JESUCRISTO
Basta entrar a cualquiera de sus templos para percatarse de la importancia que la Iglesia Católica otorga al culto a los santos como a la Virgen María en sus múltiples advocaciones. El contraste con los templos evangélicos o protestantes, donde no hay imágenes, sino tan solo la cruz, por lo general vacía, y textos bíblicos, deja en evidencia una diferencia teológica fundamental. Desde la irrupción de Martín Lutero hace poco más de cinco siglos el protestantismo relegó al exilio a los santos y a la Virgen, criticando severamente el culto rayano en la adoración y la superstición que muchos fieles católicos dispensan a personajes que fueron seres de carne y hueso.
El único que salva es Jesucristo, intermediario exclusivo entre Dios padre y cada uno de los creyentes, enseñó Lutero. Paradojalmente, este enfoque debilita la importancia de la Iglesia, sus liturgias y pastores, ya que los fieles sienten que pueden entrar en una relación directa con Dios, a quien confiesan sus pecados y acuden para pedir ayuda en sus dificultades y dolores.
“Solo Tú eres Santo”, recitan los cristianos dirigiéndose a la divinidad en sus misas o culto. El bautismo los hace hijos de Dios y miembros de una comunidad invisible pero intensa que distribuye el amor y la gracia divinos, convirtiendo a todos sus integrantes en santos, estén ellos vivos o muertos, por muchos que sean o hayan sido sus defectos y renuncios. Citan la enseñanza del apóstol Pablo: “Por medio de Cristo podemos acercarnos al Padre. Ya no hay extranjeros, compartimos los mismos derechos en tanto miembros de la familia de Dios. Por eso los fieles que peregrinan en este mundo manifiestan que creen “en la comunión de los santos”. Los mormones se toman tan en serio esta enseñanza que se hacen llamar “Iglesia de Jesucristo de los santos de los últimos días”.
ANGELES Y DEMONIOS
Pero una cosa es creer en la comunión entre los que depositan su fe en Jesús y otra, por cierto, venerar a la Virgen María o algunos santos en ocasiones con mayor intensidad que al mismo Dios.
Aunque el Vaticano no entrega cifras, se estima que a lo largo de su historia la Iglesia Católica ha declarado santos o beatos a unos diez mil fieles, quienes se habrían ganado así el derecho a un palco en el cielo y a la veneración de los creyentes. ¿Entonces cómo la misma Iglesia de Roma no cesa de engrosar la lista interminable de sus santos y beatos?
Tienen conciencia los jerarcas católicos que ni siquiera Francisco de Asís se acerca a la santidad de Jesús, pero siguen considerando que los santos, sin perjuicio de sus deficiencias y fallas, constituyen un ejemplo para el conjunto de los fieles. Estos pueden sentirlos más cercanos que la divinidad. Pedro es, por cierto, un personaje que puede aparecer más accesible a un pescador y una trabajadora sexual se sentirá más en confianza teniendo como interlocutora a María Magdalena.
El problema es que hay una fuerte tendencia a endiosar a los santos, como si durante su vida entera hubiesen dado muestras de una fe a toda prueba, de una caridad inconmensurable y de una esperanza inquebrantable. Ello sería inhumano, ya que la perfección es propia de únicamente de Dios.
Aunque en proporciones diferentes de un caso a otro y variables a lo largo de nuestra existencia, todos somos una mezcla de ángeles y demonios, capaces de actos despreciables en determinadas circunstancias y de conductas admirables en otras. No resulta políticamente correcto señalarlo, pero lo cierto es que junto con los abusos sexuales que perpetró, Renato Poblete hizo mucho bien con su constante prédica para que los sectores más pudientes tomaran conciencia de la lacra de la pobreza en nuestro país.
Existen asimismo opciones y decisiones heroicas que reivindican todo el pasado tortuoso o criticable de quien las adopta. Internado en un campo de concentración nazi, el fraile franciscano Maximiliano Kolbe se ofreció voluntariamente para tomar el puesto de otro prisionero, casado y con hijos, al que los nazis habían elegido como escarmiento para ser ejecutado. Damián de Molokai dedicó su vida a servir a los leprosos de Hawai y lo hizo con tanta dedicación que terminó contrayendo la enfermedad, a causa de la cual murió antes de alcanzar la cincuentena, siendo considerado por muchos como el más ilustre de los belgas.
Incluso las personas cuya vida anota un balance ampliamente favorable en términos éticos presentan flancos o aspectos que resultan poco recomendables. Teresa de Calcuta dedicó buena parte de su vida al servicio de los pobres entre los pobres, pero aparte de sufrir prolongadas sequías de fe, dio muchas veces muestras de un carácter autoritario y de un fundamentalismo moralista. Y Juan Pablo II puede ser acusado de haber encubierto porfiadamente durante su largo reinado los abusos sexuales de numerosos y destacados clérigos, aparte de que, cegado tal vez por su comprensible anticomunismo, se mostró comprensivo en demasía con dictaduras como la de Pinochet.
PAREN LA MAQUINA
Pese a que el culto a los santos y la devoción mariana suscitan importantes reservas teológicas en las iglesias cristianas, el Vaticano continúa “fabricando” santos con un entusiasmo digno de mejor causa. Cabe suponer que ello sirve para levantar la alicaída moral de los fieles, al tiempo que ello refuerza el flujo de turistas hasta la Basílica de San Pedro. De otra manera no se entiende que decenas de clérigos se dediquen a tiempo completo a hacer funcionar el aparato burocrático que recibe las postulaciones y las somete a detenidos exámenes que pueden prolongarse por décadas y hasta siglos. Uno puede imaginarse polvorientos archivos con antecedentes de candidatos que esperan seguir adelante en sus procesos. Algunos aguardan para ser reconocidos como venerables, primero paso en el camino a la canonización. Otros miles avanzan a paso de tortuga hacia la beatificación. Centenares llevan décadas y siglos en ruta a la canonización.
El procedimiento fue agilizado sustancialmente por Juan Pablo II, quien decidió abolir en 1983 la institución del abogado del diablo, cuya tarea consistía en descubrir trapos sucios en la vida, escritos y dichos del candidato a santo. Al suprimir esta función, instaurada cuatro siglos antes por Sixto V, el pontífice polaco aceleró hasta el vértigo el funcionamiento de la máquina. A su muerte acumulaba casi 500 canonizaciones y más de 1.300 beatificaciones.
Si con el arsenal de herramientas que manejan hoy psiquiatras y psicólogos alguien se propusiera revisar con lupa la vida de miles de nombres que figuran en el listado de santos de la Iglesia Católica, muchos de ellos tendrían que ser bajados de los altares. Un elevado porcentaje sería clasificado de psicópatas, masoquistas, depresivos, inadaptados o fanáticos. Otro tanto sucedería con los miles de postulantes que aspiran a la beatificación o canonización.
Se comprende entonces por qué las iglesias protestantes en general no proclaman santos, si bien muchas de ellas, por desgracia, incurren en el culto a la personalidad, endiosando a pastores o predicadores que mueven grandes masas de personas y de recursos. En los templos luteranos no hay espacio para imágenes del reformador Martín Lutero, aunque sí, claro, para las 95 tesis que según la tradición clavó hace poco más de 500 años en la puerta de la iglesia de Wittenberg, Alemania. Lutero fue, sin duda, un hombre de Dios en el sentido de que se jugó por entero por inducir una reforma a fondo de una Iglesia estragada por una desenfrenada corrupción, pero el fraile alemán cometió muchos errores y desaciertos que difícilmente lo habilitarían para presentarse como un modelo.
Con tantos riesgos de ser objeto de escrutinios despiadados por parte de una opinión pública mucho más informada y crítica, cuesta entender el objeto de seguir promoviendo esta práctica tan riesgosa de andar proclamando santos y beatos a los cuales puedan los creyentes encomendarse. En último término, los católicos debieran saber que cuando se dispone de acceso directo al rey no hay necesidad de tener santos en la corte.