Por Cristián Fuentes
Facultad de Gobierno, U. Central
El término ‘sociedad decente’ ha aparecido en medio del escenario electoral, por lo que suena más a una consigna que a una idea. Ello hace necesario reflexionar sobre si posee contenido suficiente para iniciar un debate serio que nos permita opinar con base, si es que queremos contrastar proyectos de futuro.
La sociedad decente forma parte de la obra del filósofo moral israelí Avishai Margalit, en cuanto a que se trataría de instituciones que no humillan a las personas y a ciudadanos que no se humillan unos a otros. También la OIT (Organización Internacional del Trabajo) usa el concepto de ‘trabajo decente’, es decir, un empleo productivo que genere un ingreso justo, con seguridad y protección social, perspectivas ciertas de integración social y desarrollo, libertad e igualdad de oportunidades y de trato para mujeres y hombres.
Tales definiciones nos sirven para pensar en cómo se materializaría una aspiración de esta magnitud en Chile, tomando en cuenta que ambos ejemplos se refieren a ciertas condiciones mínimas que harían factible una forma de convivencia, no solo aceptada por quienes la practican, sino que digna según valores vigentes para el conjunto de la humanidad.
Por el contrario, el actual esquema socio-económico concita amplias críticas en una población que sufriría de abusos, discriminación, segregación y actos de corrupción por parte de empresas, organizaciones e individuos. El miedo a una vejez pobre, a enfermarse, a que los hijos tengan una mala educación o a endeudarse, junto a la permanente sospecha de estar siendo estafados por quienes tienen más poder, cruzan todas las dimensiones de la vida de la mayoría de los chilenos.
Sin embargo, el desprestigio y la deslegitimación del sistema no significan que la opción de su total reemplazo sea viable o, incluso, deseable. A diferencia de unas décadas atrás, la sociedad chilena se ha vuelto individualista (valga la contradicción), la revolución ha desaparecido de cualquier horizonte posible pues resulta evidente la ausencia de modelos alternativos y más que transformaciones traumáticas, la gente quiere reformas que les permitan ser incluidas en un reparto equitativo de los beneficios y ser tratadas de una manera decente.
En todo caso, en el país existe una diversidad de visiones que difieren del diagnóstico aquí expresado. Para algunos hay que afanarse en recuperar el crecimiento y retomar la senda del consenso neoliberal, con mayor o menor heterodoxia, mientras que para otros habría que sostener y profundizar los cambios impulsados en este gobierno, aunque todavía no se sepa muy bien con que perspectiva estratégica.
Más allá de enfoques particulares, parece razonable plantearse el norte de la decencia y buscar consolidar una hegemonía política, social y cultural en torno a este concepto. Veremos si después de noviembre o diciembre tenemos voluntad y ganas de hacerlo.