Por Carla Pinochet Cobos
Doctora en Antropología de la Cultura, Docente UAH.
Veinte minutos fueron suficientes este año para agotar la primera preventa de Lollapalooza, posiblemente el más esperado de los festivales de la temporada estival. La imagen, contundente en sí misma, cobra aún más interés con un par de datos adicionales. Uno: los afortunados compradores no tienen la más mínima idea de quiénes se subirán al escenario. Son entradas “en verde”. Dos: el costo promocional y rebajado de estas primeras cinco mil entradas asciende a un monto equivalente a un tercio del sueldo mínimo del país. Es posible que el relato no resulte del todo dramático para un lector chileno, acostumbrado desde hace quizás una década a los conciertos más caros de América Latina. En términos sociológicos, sin embargo, continúa ofreciendo un problema a la espera de respuestas. ¿Qué es lo que estamos pagando con ansiedad desmesurada, con total desconocimiento de la programación, y a precios a todas luces exorbitantes? ¿Por qué los festivales han encontrado en Chile un nicho privilegiado?
Buena parte de la respuesta trasciende el contexto local, ya que los festivales no constituyen un fenómeno nuevo ni exclusivo de nuestras tierras. En los más diversos lugares del mundo, este tipo de eventos ha demostrado una capacidad creciente y sostenida de convocar a los públicos, ocupando un lugar central en la vida cultural de las ciudades contemporáneas. En tiempos en que quiebran las disqueras, peligran las librerías, y los teatros subsisten sólo gracias al apoyo irregular de los fondos concursables, las ferias y festivales experimentan una salud envidiable. Basta detenerse en la oferta nacional para constatarlo: con los días soleados de octubre, la zona central saturará sus fines de semana con la segunda, tercera o cuarta versión de algún evento de nombre extranjero; en enero y febrero se trasladarán con los veraneantes a las costas; y volverán a Santiago en marzo a coronar la temporada con el ya mencionado Lollapalooza. La lista de festivales es extensa. Y todos serán un éxito de taquilla.
Si la agenda de la temporada está llena de festivales y Lollapalooza vende todas sus entradas en minutos, no es porque los chilenos seamos particularmente melómanos o porque tengamos un poder adquisitivo digno del primer mundo. Pienso que parte importante de esta fiebre festivalera se explica por una necesidad social que ha encontrado, históricamente, pocos canales para expresarse en nuestro país, lo que equivale a decir que nuestros desafíos en materias de cultura son todavía inmensos.
Las razones que apuntan los economistas de la cultura para explicar esta efervescencia parecen quedarse cortas. No se puede desconocer que, en términos de oferta y demanda, los festivales son productos atractivos pues concentran una diversidad de bienes culturales, mediados por un proceso de selección especializado que resulta seductor a los públicos. Pero esta descripción de un “supermercado” de productos culturales parece dejar afuera una parte esencial de la experiencia que atraviesa a estos eventos festivos. La estrategia publicitaria, en cambio, ha sabido usar a su favor ese esquivo elemento. Si Lollapalooza dedica gran parte de su video promocional a registrar las risas distendidas de los asistentes, o convoca a su nueva edición prometiendo “dos días que duran toda tu vida”, es porque sus productores saben que están vendiendo algo más que música de calidad.
En un país que prohibió los carnavales en los inicios de su historia independiente, los festivales ofrecen una experiencia cultural que no se agota en el acto del consumo: hacen posible la activación de un espacio público largamente vedado para la sociabilidad y el encuentro. A ese vacío apuntaron, hacia fines de los noventa, las “Fiestas de la Cultura” de la Concertación, convertidas rápidamente en formato privilegiado de la política cultural de la época. Cada cierto tiempo, algún artista extranjero rompe sus récords en Chile logrando sacar a la calle cifras inéditas de participantes: Spencer Tunick en 2002 y las reiteradas visitas de la Pequeña Gigante son ejemplo de ello. La masividad de estas convocatorias ciudadanas, que el año pasado reunieron a más de 70.000 personas para celebrar los cincuenta años de Los Jaivas, contrasta con el pobre uso que damos a los espacios públicos de nuestras ciudades, sobre todo si nos comparamos con el resto de Latinoamérica. ¿Qué nos dicen estos hitos sobre un país sin carnavales? Todo parece indicar que estos eventos masivos ofrecen no sólo arte, música o consumo cultural, sino también algo que nos resulta todavía más escaso: espacios para estar juntos.
Si la agenda de la temporada está llena de festivales y Lollapalooza vende todas sus entradas en minutos, no es porque los chilenos seamos particularmente melómanos o porque tengamos un poder adquisitivo digno del primer mundo. Pienso que parte importante de esta fiebre festivalera se explica por una necesidad social que ha encontrado, históricamente, pocos canales para expresarse en nuestro país, lo que equivale a decir que nuestros desafíos en materias de cultura son todavía inmensos. Aunque desconozcamos la programación musical, sabemos que un festival será una oportunidad para vernos las caras, disfrutar al aire libre de la presencia de otros, y de sentirnos parte de la vida de la ciudad. Son instancias de copresencialidad, participación y de construcción conjunta de la experiencia cultural. Y eso las vuelve muy importantes. Pero también vuelve muy lamentable el hecho de que, hasta la fecha, la mayor parte de estas oportunidades sean gestadas y administradas por el mercado, y que para ser parte de ellas sea necesario disponer de un tercio del sueldo mínimo para gastar en dos días.
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