Por Beatriz Aguirre, Directora Nacional Trabajo Social
Universidad Santo Tomás
A nivel mundial, diversas organizaciones gubernamentales y no gubernamentales han alertado sobre el aumento del trabajo infantil en tiempos en que atravesamos la pandemia del COVID-19. Lo anterior, en respuesta al aumento de las condiciones de vulnerabilidad que enfrentan las familias producto de la crisis sanitaria y sus efectos en diversos ámbitos de la vida cotidiana, particularmente, el empleo y la obtención de ingresos.
Es que la crisis sanitaria ha dejado en evidencia las profundas desigualdades que viven muchos y muchas. Según World Visión, en América Latina más de diez millones de niños y niñas trabajan prevalenciendo las condiciones de trabajos peligrosos por su naturaleza. En Chile, según cifras de Unicef (2020) un 22,9% de los niños, niñas y adolescentes viven en situación de pobreza multidimensional, cifra que se incrementa a un 37,4% para aquellos que residen en zonas rurales. Frente a estas cifras, el deterioro social y económico que traerá la crisis sanitaria no ofrece las mejores condiciones para salvaguardar y/o detener el avance del trabajo infantil en el país y la región. Es más, aumenta el número de niños y niñas que se encuentra en riesgo de realizar trabajos inadecuados o peligrosos.
Por ello, es fundamental brindar apoyos específicos a las familias más vulnerables y las que entran -a propósito de la crisis- en una situación de vulnerabilidad social y económica que se proyecten post-pandemia. La evidencia muestra que nos enfrentamos a problemáticas sociales urgentes que afectan y afectarán mayoritariamente a niños y niñas, por cuanto son ellos los más afectados por la pobreza y sus efectos. Si queremos alcanzar el compromiso de erradicar el trabajo infantil al 2025 como nos proponen los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), se deberán redoblar los esfuerzos públicos por dar prioridad a las necesidades de los niños y niñas más vulnerables durante la crisis y su recuperación.