Como si fuera una partida de ajedrez, la política chilena está siendo pauteada por verdades que a la luz de las necesidades, parecen no entenderse.
Por Héctor Jara Paz
Existe una contradicción permanente entre el capital y el trabajo. Si se considera que la riqueza es limitada, lo natural es aplicarse en su repartición, porque nadie tiene el derecho adquirido a ser rico a costa de un modelo que no entrega igualdad de oportunidades para todos; por el contrario, si se considera ilimitada, podemos sostener que mediante el trabajo justo y bien remunerado, toda la población tiene la posibilidad de alcanzarla, de acuerdo a sus potencialidades.
Podríamos simplificar entonces, sosteniendo que en las sociedades se dan dos tipos de gobierno, uno que busca “repartir” la riqueza del país y otro, que protege la creación de más riqueza a partir del capital, con la esperanza de “chorrear” los beneficios al resto de la sociedad.
Las reformas del actual gobierno, buscan “repartir” riqueza, toda vez que el gobierno anterior facilitó las condiciones para que, quienes dispusieran de mayor capital, generaran mayor riqueza y por rebalse llegara a los más desposeídos. Para ello, el anterior gobierno de Piñera, eliminó gran parte de las trabas burocráticas y fiscalizadoras que inhiben o limitan las potencialidades de los emprendedores para crear más riqueza, disminuyendo el tamaño del Estado y entregándonos a las circunstancias del mercado.
Las estadísticas demuestran que las desigualdades crecieron considerablemente y, la segregación y discriminación pasaron a ser una constante. En otras palabras, se concentró aún más la riqueza en pocas manos, generando estándar de vida y servicios para ricos y otros para pobres. Pero lo peor, es que los pobres quedaron sin un Estado que velara por sus intereses, que protegiera sus ahorros previsionales; la calidad de la educación para sus hijos; la calidad de las viviendas sociales o el acceso a un buen sistema de salud. Si no tiene dinero, no tiene calidad o disponibilidad en los servicios sociales.
Ahora bien, ¿Por qué los altos niveles de desaprobación a un gobierno que busca, mediante reformas, una mayor repartición de la riqueza?
Podríamos responder con premura y echarle la culpa a los casos de corrupción, relativizados a partir del gobierno de Ricardo Lagos, quien entendió que había que financiar la política compartiendo intereses con la empresa privada. De hecho sostuvo que aquellos funcionarios públicos que se pasaban de listos, podían devolver lo mal habido y continuar ejerciendo funciones públicas.
Sin embargo, nadie discute las cuestiones de fondo. Es natural la conspiración y sedición de los grupos económicos, si se pretende que paguen más por lo que ganan, en la medida que utilizan todos los servicios que históricamente el Estado ha creado para facilitarles sus negocios. Si además concentran todos los medios de comunicación social, incluso los que aparecen como más neutros, inevitablemente crearán un ambiente sedicioso, que el actual gobierno no tiene como contrarrestar.
No obstante lo anterior, la derecha política no ha podido capitalizar el descontento que se manifiesta en cada periódico, diario, revista o televisión, dada su incestuosa relación develada entre el dinero y la política. Aparece entonces el fantasma de caudillos que surgen de la nada, o solo de las entrañas de sus padres, incrustadas en apellidos que los ponen a la expectativa de una población “no educada” cívicamente.
En el gobierno, al margen de dirigentes y parlamentarios que han desnudado su ambición y avaricia de la misma billetera de Pinochet, no encuentran salida a una crisis ilógica. Si las reformas favorecen al pueblo vulnerable, o a la clase media, ¿por qué no tienen el apoyo popular?
Uno de los ejemplos más patente en América Latina para estos procesos ha sido el de Hugo Chávez. Realizó grandes reformas y su apoyo popular aún le alcanza para sostener a Maduro. ¿Cuál fue la fórmula? Apoyó sus reformas en el movimiento popular, cada intento de inestabilidad interna, fomentado por la oligarquía criolla y el intervencionismo norteamericano, tuvo una contra respuesta en la movilización social. Cada manifestación de la derecha venezolana tuvo una contramanifestación masiva de sus seguidores, lo que le permitió resistir a los ojos del mundo todo embate o descalificación que fue rechazada por el pueblo en las urnas, haciendo uso de un legítimo ejercicio democrático. No pretendo calificar o descalificar la democracia venezolana, solo señalar un ejemplo práctico de viabilidad de reformas sociales en nuestro continente.
En nuestro país, tal como ocurrió con el regreso de la democracia, los trabajadores fueron utilizados para recuperarla y luego rápidamente olvidados en la gestión. El actual gobierno, que debió sostenerse en el movimiento popular que lo benefició sobradamente en las urnas electorales, vuelve a cometer el mismo error. El “progresismo político” se encerró en Palacio junto a expertos y operadores, entendiendo que las fuerzas sociales solo eran necesarias para las elecciones populares. El llamado “operador político” se transformó en la herramienta práctica que permite sostenerse o avanzar en sus cuotas de poder. ¿Los sueños ideológicos? ¿Para qué? Si resulta más fácil, más barato, más cómodo hacer política en los sillones de Palacio, mientras el operador calcula los votos necesarios para mantenerse en el poder.
Efectivamente se rompe el círculo virtuoso del político con los representantes de las organizaciones sociales, con los líderes sindicales y gremiales, introduciendo entre ellos un mercader sin escrúpulos, que regula “pegas” y “compra” votos. Los resultados prácticos, están en las encuestas.
¿Cómo revertir esta situación? Es difícil, se trata de pedirles a los propios beneficiarios del sistema que restrinjan sus ganancias y desestabilicen su condición de privilegio. El proyecto de probidad y transparencia está siendo mutilado por los propios parlamentarios, hay que hacer ver que todo cambia,…sin que nada cambie.
Los Partidos Políticos por su parte, calculadora en mano, revisan las propuestas que modifican la Ley de Partidos de Pinochet, evitando los cambios que buscan una mayor democratización y transparencia, que amenazan sus organigramas en cada asiento de poder. Claramente la ciudadanía no comprende la prédica de mayor justicia y transparencia para el país, pero no para sus granjerías. Es como criticar a Ezzati, por un comportamiento de lo más común en los Partidos.
En estas circunstancias, el gobierno ha optado por volver a la “medida de lo posible” para poder terminar su período y buscar avanzar en un futuro gobierno que se ve amenazado por el “populismo” y el “oportunismo”.
La clave de un cambio efectivo, se encuentra en la transparencia y renovación natural que debe existir en los Partidos Políticos y, en un gobierno que vuelva a considerar a los trabajadores, los principales interlocutores del proceso democrático.
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