“ A Valparaíso quisiera volar…” reza el verso de una gran canción de Hugo Moraga: “ bajar del oeste y perder altura y que se me acerquen sus luces maduras ”. El viejo puerto laberíntico, motivo de inspiración de pintores, cantantes y marinos viajeros, el Valparaíso mítico de la antigua opulencia, de los desastres naturales y el torbellino frenético de la bohemia olvidada, del fulgor y la decadencia.
Un puerto siempre esconde laberintos innombrables, pasadizos secretos de vida oculta, de amores insospechados, de cuchillo arrabalero y bajofondo misterioso. El puerto siempre es metáfora del mar: una extensión apacible, violenta, melancólica y cruel que gobierna el alma humana, la seduce y la arroja sin piedad a los abismos más profundos de la existencia. Se ha escrito tanto, se ha cantado tanto acerca del viejo puerto que es fácil caer en los lugares comunes a la hora de intentar un trazo mas verdadero del semblante de Valparaíso. Y es a partir de aquellos lugares comunes que se ha ido construyendo una imaginería de la que se alimentan el turismo y la institucionalidad cultural, para construir una ciudad a medias en la que los retazos de miseria se ocultan, se disimulan para no empañar la proyección de un modelo de ciudad idealizado para objetivos de propaganda, poder o industria turística tan apetecidos por los esquemas actuales de consumo. Una ciudad que, a la fuerza, debe calzar con estéticas que se moldean desde el poder político y económico, una ciudad manipulada y dislocada por los turbios intereses inmobiliarios, una ciudad que se retuerce entre las fuerzas de la naturaleza, las mareas, el viento de los cerros y la codicia humana.
Pero cada cierto tiempo, la escenografía construida meticulosamente por el poder, cede paso a la realidad más indomable. La condición humana y su precariedad surgen a flote despiadadamente, el destino indómito de las cosas y los seres del día a día puede más que la publicidad engañosa, es más fuerte que la retórica artificial del discurso oficial. La tragedia de la existencia paradojal y malherida del puerto, se hace sentir como una telúrica premonición, repetida una y otra vez. Metáfora de la realidad de nuestro Chile entero, con una cara visible y otra oculta, perpleja y oscura, abandonada y triste como un niño pobre y solo en mitad de la calle poblada de seres ausentes y almas apagadas. En medio de una sociedad deshumanizada, enajenada tras la obtención del dinero y el impulso energúmeno del consumo desenfrenado. Y una vez satisfechas estas pulsiones, surge el vacío inmenso del sinsentido, la derrota absurda del logro inútil, el despeñadero del fracaso existencial que no se aplaca con bienes materiales, marcas de categoría o modelos del año. Es muy posible que el puerto esté intentando darnos señales de esta crisis que vive Chile entero, un país que le ha dado la espalda a sus valores más elevados y profundos. El puerto representa en su trastienda de miseria, abandono, prostitución infantil, flaiterío y microtráfico, el derrumbe abismal de una sociedad completa que no reacciona mientras es succionada por el huracán de violencia que ejerce el capitalismo brutal sobre nuestra población. Se ejerce un bombardeo mediático diario para crear en nuestros compatriotas necesidades donde no las hay, hábitos de progreso perversos en los que el semejante es visto como un rival al que hay que derrotar a costa de lo que sea. Incluso si es necesario pisotearlo. Un modelo de sociedad en el que ya no hay vecinos sino oponentes, en el que se trabaja para generar dinero y no felicidad, en el que no se discute sino que se impone, en el que no se siembra futuro sino que se lo hipoteca.
Debemos buscar la ciudad interior, desmalezar esas zonas peligrosas, dejar entrar el aire y un nuevo comienzo. Limpiar las acequias y los basurales del alma. Quizá Valparaíso nos está enseñando una lección, se oyen sus gritos desesperados desde las quebradas y los cerros. Se escucha su lamento desde los callejones, en los ascensores ateridos, en los bares ausentes. Son los restos del naufragio existencial de Valparaíso.
El poder no puede sostener su farsa de logros en nombre del progreso. La preocupación por el destino del puerto y sus tripulantes debe ser verdadera, de corazón, desde el alma y no más en nombre de un falso servicio público. Nuestra clase política debe ser relevada por una generación de hombres y mujeres con valores y principios inclaudicables en su grandeza y lealtad hacia el pueblo que los elige. La política debe dejar de ser un nicho de negocios y enriquecimiento fraudulento. El problema de Chile es espiritual y esto deben entenderlo, de una vez por todas, quienes obstaculizan las transformaciones que buscan mayor justicia social, educación gratuita y salud mental y física para las grandes y verdaderas mayorías de nuestro Chile. Un pueblo sin conciencia de su dimensión espiritual es un pueblo condenado al abuso por parte del poder, es un pueblo que camina rengueando por su destino, es un pueblo que cree erróneamente que sólo el progreso económico lo igualará a los que percibe como superiores en la escala social. Y un pueblo que está cegado frente a los valores supremos del alma humana está condenado a repetir los errores más trágicos. Y en los cerros de Valparaíso soplará el viento de la muerte nuevamente sino cambiamos la manera fundamental y fundacional de construir patria, será otro incendio, una explosión de gas, un terremoto o lo que sea. Aquellas sólo son señales visibles de una tragedia mayor oculta entre las nubes de mediodía y el viento rastrero de la madrugada: Valparaíso se hunde cada día un poco más frente a nuestros ojos. A Chile entero le ocurre algo parecido. Pero pienso también en los miles de voluntarios, en los jóvenes que se lanzaron a los cerros a ayudar en los días infernales del incendio, en la solidaridad de los vecinos, en aquellos que desafiaron al miedo y la muerte para ir en ayuda del prójimo y quiero creer que no todo está perdido. Recuerdo el verso final de “ Canción de Marino ” y quiero hacer propio aquel anhelo: “ …Y yo navegando bajo un cielo abierto…quisiera que fueras mi próximo puerto ”
Por Rudy Wiedmaier